miércoles, 25 de octubre de 2006

Consecuencias de estudiar

Conmigo, zona”.
-Andrés Caicedo, en su libro El atravesado-


El imperturbable vigilante me respondió en ambas ocasiones lo mismo: “¡Sí señor, es en esa ventanilla!”. Le dije a mi intuición que tranquila: ¿cómo dudar de la autoridad del lugar? Sólo había tres personas en la fila y la primera al cabo de dos o tres minutos se retiró. Breve la vuelta, supuse: terminaría la diligencia antes de que el sol de mediodía me siguiera derritiendo por dentro también. A las 11:23am estaba de primero, con dos personas más atrás mío.

El funcionario público parecía diligente: ya habían pasado más de cinco minutos sin que bebiera su tinto. A las 11:38am habíamos siete personas en la cola detenida. El funcionario recibía, digitaba, corroboraba, enter, imprimía, sellaba. Parecía sencillo, pero se demoraba por la velocidad de respuesta del sistema y el registro adicional en un gran libro verde.

Menos mal la atención era en jornada continua, pensé, al ver cómo seguía llegando gente. Algo de la brisa del aire acondicionado de la oficina se escapaba por la rendija para ayudarme a soportar tal temperatura mientras tanto. No había ido hasta allá para desistir al final. A las 11:53am el demorado tipo en turno le pasó el último documento.

Una gruesa señora de unos 40 trajinados años, de cabello color cobre corto, aretes en candonga plateados, vestido fucsia y sandalias no-sé-por-qué doradas, se hizo al lado mío. Con unos papeles en la mano, me imaginé qué quería con semejante disimulo.

A las 12:04 la señora, muchísimo más rápido que la liebre, saltó a la ventanilla recién desocupada. “Disculpe señora, es mi turno”, le dije prudentemente. “Ay cariño, es solo un momentico… No ve que el señor me mandó desde temprano por una firma y me dijo que viniera por el sellito”. Mi sangre comenzó a hervir con su propio sol.

Sin alzar la voz, le expliqué: “el señor le pidió que volviera, pero no sin hacer la fila”. “Ay, corazón, mire que tengo afán y con este calor ¡cómo voy a hacer esa colísima por un sellito nada más!” Y me dio la espalda, tapando con su rechoncha existencia la salida del fresco aire en su totalidad. Recordé cuánto tardaba “el sellito” y no me aguanté.

Representé la misma escena de Los Simpsons, en la que Homero le responde a Marge con un irónico discurso sobre el contentillo que siente por hacer feliz a quienes han bebido una Llamarada Moe, sin recibir crédito alguno por su invención. Al final Homero le aclara: “Ah, por cierto, estaba siendo sarcástico”.

Siga señora, con todo gusto… ¡Cómo se le ocurre hacer tremenda fila si no se va a demorar…! Usted tiene más afán que las veinte personas que están aquí… Ellas poco importan: ¡Hágale, irrespételas! Usted se ha ganado desde temprano su turno… Señor funcionario, por favor, ¡apúrese, antes de que la pobre viejecita se desmaye esperando el sellito!”.

No necesitaba aclararle nada.

Mientras el asustado funcionario agilizaba el trámite, con un gargajeado “Ghrrrosero" la señora comenzó a sacudir sus rollizos brazos. Sólo veía cantaletear sus protuberantes labios rojos y sentía el vaho de empanada tan añejo y salado como el de sus axilas. Callaba el abucheo de los demás con el ademán de coger su bolso y levantarlo contra ellos, bufando por su pite de nariz para compensar el aire que le faltaba. Creí que de verdad se desmayaría pero de la rabia. La encrespada gallineta, con su madre volada a la mierda por todos los demás, se despidió gritándome: “Uitch… tan estudiado y tan attthhhrrravesado…". Extraña deducción…

¡Por fin mi turno!

Gracias señor. Vengo a reclamar el formulario de registro”. “No joven, es en la ventanilla de al lado… ¡Siguiente!”. La ventanilla de al lado… La misma que había estado vacía todo el tiempo, cuyo horario de atención era de lunes a miércoles hasta las 12:00pm… La misma hora en la que el desentendido vigilante, ¡ese miércoles!, se atragantaba su vianda al fondo de la oficina para seguir trabajando.

¿Cómo estudiar y no resultar un atravesado? Por lo menos no se es un huevón que se deja meter los dedos a la boca de un cualquiera sin fundamento. Excepto, claro, de un confiable e ignorante portero.

Ah, por cierto, no estaba siendo sarcástico.
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miércoles, 18 de octubre de 2006

Entre copas

"Los niños y los borrachos dicen siempre la verdad".
- Dicho popular -

Hace poco salí con mi amigo del colegio a quien no veía meses atrás, luego de que se agarró a pitar incansablemente frente a mi casa. Con el sueño de mi siesta a cuestas, al subirme al carro me di cuenta de que la vuelta iba para largo y ojalá tuviera pronto retorno. Fuimos a toda velocidad donde algún conocido de él y allí estaban otros dos compañeros del salón. Era domingo, tres de la tarde, y juntos habían bebido desde el viernes sin parar.

Vos sos mi amigo…”. Con los cinco sentidos intactos esta afirmación sería tácita entre nosotros y hasta ridícula en esta época, lejana ya de los juegos en que nos “ajuntábamos” con la misma facilidad con que nos “desajuntábamos”. Pero con el hígado pasmado en no sé cuántos grados de alcohol, se convertía en el grito de batalla que ratificaba al mundo nuestra amistad en contra de la distancia y el tiempo. “¡Salud!”.

El anónimo anfitrión de la fiesta ya estaba en otra realidad tan inimaginable como la que había dejado al dormirse. Mi amigo fue a la cocina a comer con la mano un guardado olvidado en la nevera de cuándo hace. Y mis dos compañeros recordaban con precisión hechos de hace más de 10 años atrás, traídos a colación a pesar de su tartamudeo. “Te acordás cuando estábamos en… y entonces fuimos…”.

Después de la primera copa que me echaron literalmente encima, seguí recibiendo por las buenas las copitas de la recién abierta botella de ron. Cada cuento se acompañaba por sonoras carcajadas de historias vividas, en su mayoría, en total sobriedad. El disgusto por el aliento de guayabo y trasnocho cerca de mi cara no mermaba, mientras escuchaba la purga de sus cerebros y corazones. “Yo te quiero mucho porque sos una gran persona…”.


Al acabarse la segunda botella, pretendieron continuar con una de vodka. Todavía con algo de cordura, justifiqué que nos caería mal y que nos dañaría el resto de la celebración. “No se diga más: plata para la de ron”. Un botello-tón exitoso. Logré convencer a la terquedad de mi amigo para que me diera las llaves y luego me convencí a mí mismo de que podía conducir cuidadosamente su carro con mi naciente borrachera.

Encontramos un estanco y luego fuimos por unas amiguitas de él, que se apretujaron con los otros dos compañeros en el asiento trasero. Luego de dar vueltas por la ciudad y escuchar música a todo volumen fue suficiente para mí. Con una firme excusa conduje hasta mi casa, le confié a mi amigo su auto y me despedí de todos. Luego me enteré de que siguieron bebiendo, que fueron a un motel y que mi amigo, a pesar de su futuro matrimonio, se acostó con una de esas niñas, la del tierno rostro angelical.

No supe qué celebraban. Cualquier cosa habría sido un motivo para tremenda francachela. La amistad, por ejemplo, en ese y en cualquier momento más invaluable que siempre. In vino veritas, dice una frase del latín. La verdad en el vino, traduce. El hombre es expansivo cuando ha bebido, significa.

¿Una copa?


miércoles, 11 de octubre de 2006

Pura coincidencia


El amor entre dos personas es fundamentalmente una coincidencia, dos vidas que se cruzan por casualidad en el momento y en las circunstancias precisas”.

– Robert H. Hopcke –

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En quinto de primaria, una bonita niña llamaba mi atención entre las demás compañeritas de salón. En grado sexto mezclaron los grupos y quedamos separados a lo largo de todo el bachillerato. Luego de la graduación, perdimos el rastro. Ahora, 10 años después de la última vez que nos vimos y 16 de que jugábamos en el colegio, nos contactamos por una casualidad por correo electrónico. Ella vive en otra ciudad y cuando nos hemos querido encontrar, alguna pequeñez lo ha impedido durante casi un año que lo hemos intentado.

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¿Se imaginan al aeropuerto El Dorado un lunes festivo en la noche en el muelle nacional? La gente pareciera reproducirse mientras espera un avión y el caos aumenta con algún retraso o una maleta extraviada. En ese bullicio, encontrarse con la mujer que vale el amor de toda la historia, es una grata coincidencia. En medio del ajetreo, nos saludamos y nos despedimos con el afán que la multitud nos imponía por dejar del lugar. Esa semana la llamé para salir a tomar un café y seguir escribiendo nuestra historia, pero me dijeron que había viajado para realizar su doctorado. No me dijo nada. Esa vez fue la última vez que la vi.

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Siempre he pensado en lo curioso e incómodo que resultaría que la ex de uno se encuentre por suerte y sin saberlo con la actual pareja, y comience el natural chismorreo entre mujeres. Por lo general, inicialmente esto se da anónimamente al intercambiar experiencias íntimas buenas y malas de sus pasadas relaciones, para luego atar cabos y sorprenderse de que el protagonista de sus orgasmos o sus lágrimas es el mismo hombre. En estos momentos mi ex almuerza en la casa de otra de las mujeres por quien uno abandonaría el futuro y, según sé, aún no lo saben. Y espero que así lo sea.

[…]

Hace un año conocí a una amiga de mi amigo. El muy tacaño se demoró en presentármela porque, supongo, él estaba detrás de ella. Inteligente, bonita, elegante… yo tampoco se la hubiera presentado. Lo cierto es que mi interés por ella no fue un vendaval y sólo un par de veces la volví a ver. Cuando le conté a mi amigo que quería pretenderla, me contó que viajaría a Bogotá. Había aceptado un trabajo y nos invitaba amablemente a su despedida. Creo que casualmente ella también empacó mi aletargado impulso.

[…]

Cuando regresé para instalarme nuevamente en la ciudad y con la intención de formalizar la relación que había quedado truncada por mi intempestivo viaje, me encontré con tremenda coincidencia. La llamé por sorpresa para vernos y todo lo demás. Palabras más, palabras menos, le dije: “Hola, ya llegué. ¿Nos podemos ver?”. Y ella respondió casi por reflejo: “Me voy mañana a trabajar donde estabas”. Los caminos se cruzaron y nuevamente nos separamos, sin esperar mayor cosa para cuando termine el juego del gato y el ratón.

[…]

Hace dos años una entrometida amiga insinuó presentarme a una de sus compañeras de estudio "disponible". Con la dejadez que acompaña todo recién rompimiento (salvo el de mi ex, que disfrutaba de los preparativos de su matrimonio) no acepté tal invitación y no volví a hablar del tema. El otro día me pidió el aburrido favor de acompañarla a visitar a su amiguita que estaba enferma. ¡¿Cómo iba a ir a la casa de una desconocida a fingir mi pesar por su convalecencia?! Por casualidad el sitio de encuentro cambió y con algo menos de tedio la llevé al lugar. Excepto su novio, ¡qué belleza de mujer! “¡Ough!”, me dije. Lo bueno es que el azar no existe. ¿O sí?

[…]

miércoles, 4 de octubre de 2006

De regreso a clase

Ver tantas herramientas en una ferretería alborota mi antojo por tenerlas. Desconozco el uso de la mayoría de ellas, pero en mi imaginación sé que las necesitaré algún día. ¿Para qué? Para algo servirán. Las pocas que paulatinamente he comprado están bien guardadas, pero cuando las uso, muy eventualmente, lo hago con el gusto de saber que son mías y que las puedo utilizar aunque sea para apretar media vuelta un tornillo cualquiera. Igual me pasa en una librería. El detalle es saber cómo y cuándo, como paso avanzado del conocimiento.

Pues bien, bajo esta premisa me inscribí a un seminario taller, con la convicción de que tal temática, desde su técnica, me ayude más adelante a solucionar hipotéticos problemas en hipotéticas empresas que hipotéticamente me contraten para ello. Desde hace tiempo quería hacerlo (y no sólo en ese tema, claro está), pero la incertidumbre giraba en torno al costo de dichos cursos, la oportunidad de aplicarlos y la afinidad personal por ellos. Toda esta disertación sentará sus bases solamente tomando el curso y evaluándolo cuando llegue tal hipotético día. Sería como comprar una guaya flexible para mototool de ½”: inicialmente parecería un gasto, pero cuando la requiera habrá sido una inversión.

Ahí estaba yo, en mi primera cátedra. Nuevamente en un aula de clase, mejor equipada que las de otros tiempos, y lejos de parecerse a los cafés, donde también aprendo más de la vida misma con una buena charla (la catalogo igualmente como educación no formal). Tenía más emoción que expectativas por la curiosidad de algo nuevo, en saber qué más hay detrás de una vaga idea de un tema de mi carrera como Ingeniero Industrial. Mi atención estaba puesta en las diapositivas y en los ejemplos de un experto en la rama. La necesidad de aprendizaje de mis compañeros estaba manifiesta, y con ella participaban activamente desde su vivencia diaria en casos específicos. Yo, atento, escuchando, aprendiendo.

Volver a clase luego del pregrado es extraño. Con unos años encima y desde la experiencia laboral (en mi caso, un recuerdo de trabajos anteriores) uno valora más el aceptar que los conceptos teóricos no se parecen en nada a la realidad de los empleos; uno goza más la oportunidad de aprender desde algo tangible y no desde lo que el libro o el profesor dicen. Y claro, uno es consciente de que es la plata de uno la que paga el curso.

Es mágico el hecho de aprender cosas nuevas cuando son los años los que pulen el interés en algún campo de la vida. ¿Cómo será tomar el diplomado en Fotografía, o esa maestría en Historia, o la especialización en Bioética, o el Doctorado en Recursos Humanos, u otra carrera como Ingeniería Genética o una licenciatura en Literatura? Lejos claro, para mi profesión, de la consabida especialización en Finanzas, Mercadeo o Calidad, que tampoco me aseguran que mi situación laboral mejore. Ante tal incertidumbre y con la posibilidad de darme gusto, confiando en Dios espero escoger entre las primeras opciones. ¿Para qué...?

Por ahora, al terminar el seminario tendré una guaya flexible para mototool de ½”. Luego me hará falta comprar el mototool. Para algo servirá…