miércoles, 7 de junio de 2006

No siempre los gatos caen de pie

Rafael vivía (porque ya murió) en mi finca Loma Linda. Era un gatito amarillo con ojos color miel. Su pelaje era abundante y terso; sus bigotes largos y blancos; y sus uñas, afiladas. Pesaría poco más de 2Kg, un peso normal para sus dos años de edad. Aunque comía lo que le daban y robaba lo que no y sin que faltara además en su menú uno que otro ratón o gorrión a la semana, su cuerpo era atlético y no fofo como un felino citadino.

Ella es (porque todavía vive) una lechuza común, sin nombre en esta o cualquier historia. Mide unos 30cm según mi cálculo a unos 20m de distancia. Su cabeza y parte superior es de color café y cada pluma parece terminar en un tono más sombrío. De frente, su rostro y su pecho es pálido; sus ojos son oscuros; su pico casi no se ve; su vuelo es lento y su aterrizar exacto. Con un tanto de suerte, a partir de las cuatro de la tarde puede verse merodear sobre la planada o parada sobre un palo de la cerca.

Muy tieso y muy majo, Rafael salió de la casa del mayordomo al atardecer. Se había escapado de los cuidados que su amo, desde esa hora, procuraba para él. Es extraño que un gato no salga en las noches, pero en su caso, su vida era la que estaba por encima de cualquier rareza. Se alejó de la casona indicando con su cola la alegría de su rebeldía. Ya en el pastizal, probaba diferentes hojas de la misma hierba, buscando cuál finalmente comer en su también vegetariana dieta.

La lechuza cayó sobre él con la velocidad que la gravedad le dio a su peso. Rafael logró levantar su cabeza, pero para entonces tenía incrustadas en su cráneo las garras de su depredadora. Se sacudió de un lado para otro con la agilidad que a su especie caracteriza, y antes de que se pudiera voltear patas arriba para defenderse, estaba en el aire. En el vuelo y a pocos metros de altura, el pico de la lechuza se clavó en su ojo derecho y seguidamente en el izquierdo. Creo que unos siete segundos más duró su vida.

Qué banquete se dio la lechuza. Supongo que es lo más delicioso de un gato, porque el resto de su cuerpo lo dejó caer luego de dar un par de picotazos más. Había tanta sangre en lo que quedaba de su cabeza, que era difícil distinguir si lo que le faltaba era su cerebro, hueso o carne no más. Ella siguió de largo, alcanzando mayor altitud para dar luego una vuelta y perderse en la poca luz que le quedaba al día.

Fue la única vez en que el minino no cayó de pie.