miércoles, 31 de octubre de 2007

No "exijo una explicación"

Porque el libro de la infancia marca tu identidad como ninguna lectura en la vida”.
-Lo cita Andrea Moreno en su Messenger-

Pelotillehue. Una cena en El Pollo Farsante. Un trago en el Bar El Tufo. Una fórmula médica de la Farmacia La Píldora Falluta. Un baño con Jabón Sussio. Las noticias de El Hocicón, un diario pobre pero honrado. Un café en El Insomnio. Y un refresco Tome Pin y Haga Pum.

Antes de dormir me subía a la gigante cama a leer o a escuchar, da igual, las historias de nuestro personaje favorito: mi papá bajo las cobijas y yo encima de ellas, pasando las hojas con la tibia luz de la lámpara de noche. Supongo que me quedaba dormido y mi mamá luego me pasaba a mi cama.

La emoción estaba en abrir la nueva revista justo en la mitad, donde se encontraba Panamericana, una caricatura de un solo cuadro que ocupaba las dos páginas centrales. Eran increíbles las historias que en la carretera se contaban sin necesidad de diálogo alguno; una fotografía simple, divertida.

También me gustaban las ediciones De Lujo o De Oro de Condorito, donde se contaban nuevos o viejos chistes. Era lo de menos: lo importante era leerlos de nuevo. Con él, claro. No importaba que en noches pasadas ya lo hubiéramos hecho. No había necesidad de que mediara carcajada alguna, lo que interesaba era la compañía, el momento, el cariño.

No recuerdo si con él, mi papá o Condorito, aprendí a leer. Ambas cosas supongo. De lo que sí estoy seguro es que mi gusto por las letras nació allí. Pepo, su autor, era impecable en la ortografía y los signos de puntuación. Era obvio (y siempre lo será) que las mayúsculas se tildan, por ejemplo.

Y la observación: qué buena enseñanza de mi papá. Saber L.E.E.R una imagen, apreciar los detalles que en ella se encuentran, disfrutarlos, analizarlos. Allí estaba la historia no contada, la mitad del arte hecho dibujo de adorno, de paisaje, de contexto. Supe que los cocodrilos están a la vuelta de la esquina, que los sonámbulos caminan por los techos, y que el balón de fútbol está por fuera del afiche del jugador.

Humor agradable, inteligente, amistoso y social. Por muchos años guardé todas esas revistas, hasta que luego me las botaron… Hace poco compré un Condorito Clásico, y cada página era un recuerdo vívido, presente, real diría, de esos bonitos instantes. Increíble.

Cabellos de Ángel. Garganta de Lata. Yuyito. Don Cuasimodo. Comegato. Don Chuma. Ungenio González. Doña Tremebunda. Fonola. Chacalito. Chuleta. Che Copete. Coné. Washington. El Padre Venancio. Matías. Pepe Cortisona. Genito. Don Máximo Tacaño. Titicaco. Mandíbula. Tomate. Yayita. Huevoduro… Y Condorito, un pajarraco con sandalias, tres plumas en la cola, un parche en su rodilla izquierda, un pantalón negro arremangado, una camiseta roja, un collar de blanco plumaje y una vistosa cresta.





Cuando vaya a Chile será visita obligada ir a la estatua que en honor a Condorito existe. Esta foto me la envió mi amigo Adapar. Desde allí recordaré los buenos momentos que compartí con mi papá antes de morir, cuando yo apenas tenía siete años. Tal vez ese día las lágrimas sean tan gratas como las que me escurren al escribir este artículo.

No “¡Plop!”.

miércoles, 24 de octubre de 2007

Zen-amor-a-uno

En su interpretación más estricta, la mecánica cuántica sostiene que los resultados de un ensayo, por más objetivo que sea, dependen de la experimentación humana. Una idea muy zen: si un árbol cae en el bosque, y nadie está allí para oírlo, ¿produce algún sonido?


Si una mujer no se arriesga a conocerlo/aceptarlo a uno, a probar siquiera una mínima pizca de amistad, ¿cómo validar la existencia pasada-presente-futura del amor?

miércoles, 17 de octubre de 2007

Les pasé la gripa

Bueno, eso supongo. Quién las manda a comerse uno de los gargajos de mi gripa, que aminoró mi salud con fiebre, dolor de cabeza, taponamiento de oídos, escalofríos, calambres, tos y ardor en la garganta.

En una de las tres noches de malestar fui a la cocina a tomar agua, y aproveché también para sacar la flema que en exceso amortiguaba el aire que entraba/salía de mis pulmones. Al lado del sifón y con un color verdoso que irradiaba en la oscuridad, finalmente cayó espesa, lenta, densa, cuajada, maciza, pesada, perezosa y pegajosamente.

Al otro día me di cuenta de que ellas no esperan a que haya mercado, sino que lo que encuentren será bien recibido por el hambre que las apremia. Recolectan lo que sea de mi alacena, como cuando las encontré merodeando la pimienta negra, vagando en una bolsita aromática de hierbabuena, rondando la nueva crema lavaplatos con olor a uva, llevando a cuestas una presa viva (Autor y coautor de un crimen), o trabajando diariamente en el tarro de la basura.

Esa mañana las encontré en el borde de lo que había expulsado la noche anterior. Como si fuera una gota de leche condensada, sorbían del espeso charco lo que alcanzaba en sus bocas, y salían corriendo al camino que las conducía de regreso a su guarida, a compartir en comunidad aquel mucoso tesoro verde.

Las espanté y limpié el lavaplatos. ¿Les sabría rico mi manjar? ¿Las extinguirá mi infección? ¿Se volverán mutantes? ¿Cómo estornudará una hormiga?

miércoles, 10 de octubre de 2007

Mi primer 'palo'

Así como la tasa de cambio es relativa, la historia de mi primer millón de pesos también lo es. Para tararear la canción de Bacilos tendría que ajustarlo a la TRM del día ($1.968,06), y sacarle ritmo al verso que habla de “mis primeros quinientos ocho dólares con once centavos”.

La diferencia con los otros primeros millones está en su origen. Legal, por supuesto, pero de un trabajo totalmente distinto a los anteriores, de los que no menosprecio para nada la experiencia (más personal que profesional) adquirida.

Es sólo un millón de pesos. Lo que mis compañeros de universidad se ganaban en su práctica laboral hace cinco años. Lo que pagaba por vivir en una cabaña en medio de la Sabana de Bogotá hace cuatro años. Lo que recibí por participar en un proyecto de investigación nacional hace tres años. Lo que nadie me consignó por estar desempleado durante meses hace dos años. Lo último que retiré de la cuenta de ahorros luego de renunciar por seguridad hace un año. Lo que recibí por leer, escribir y tomar fotos en mi nuevo trabajo este último mes como gerente de proyecto de una revista de ingeniería.

Es una parte de lo que muchos de ustedes gastan mensualmente, y un porcentaje frente a lo que gana un ingeniero promedio en la industria. Claro, hay excepciones, pues conozco compañeras que ganan un poco más del mínimo, y colegas que facturan en dólares la hora de consultoría. Mi primer millón también es una excepción a la regla, porque se basa en algo que no había intentado antes de lleno: el mero gusto, lejos de la necesidad, lejos de la obligación. Claro, sirve para las necesidades y las obligaciones del día a día, pero el haberlo obtenido con gozo multiplica su valor y gratifica el empeño. Es la materialización del dicho aquél: “lo importante no es hacer lo que se quiere, sino querer lo que se hace”.

Ya lo había experimentado hace un tiempo atrás pero sin ningún contrato laboral estable. La primera vez que vendí una de mis pinturas, por ejemplo. Fueron sólo $40.000 y sirvieron para comprar materiales y poder hacer otras obras que fueron vendidas o regaladas. Recientemente, el pago de una fotografía digital para una revista institucional: $13.000. Todos los escritos para El Clavo, otros impresos y esta bitácora han sido gratuitos, pagados únicamente con la satisfacción propia de publicar (antes que perecer).

¿En qué voy a gastar mi primer ‘palo’? Pagando la última cuota del semestre del postgrado. Ya llegarán más primeros y enésimos millones para otras cosas. Así es.

miércoles, 3 de octubre de 2007

Bigotes

La barba y el bigote, al ser casi una máscara, deberían ser prohibidos por la policía. Además, como distintivo del sexo en medio de la cara, son obscenos y por eso les gusta a las mujeres”.
– Arthur Schopenhauer –

Ha crecido silvestremente. El ralo cultivo ya casi cumple tres semanas. Ascendió de categoría al ser un grisáceo bozo rasposo a un incipiente mostacho cerdoso. Y es curioso: no duele al tirar de él como creía; levanta el labio y todo; como a veces pasa…

Los compinches vellos no tuvieron, esta vez, la misma suerte. Ellos, hace más de un año, crecieron de la misma desmedida manera. La barba me cubrió por casi cuatro meses y era una maraña de pelos bordeando mi cara. Al bigote se le negó esa posibilidad, y cada mañana se enfrentaba a la guillotina portátil. Por esa apariencia me convertí en “Don Esteban”, un bonachón jefe que impartía a mansalva órdenes a sus leales Pito y Sirena con la voz más temida de cualquier Avantel.



Esta vez los apodos tampoco han faltado; una reacción burlesca de los más cercanos al cambio. Pero es una experiencia diferente y es interesante ver cómo resulta para mí y los demás. “Carranguero” y “celador de cuadra” han sido buenos apuntes, pero uno me ha inquietado: Don Chinche.

¿Cómo sentiría La Elvia los besos de su eterno novio? Que alguna me lo diga si ya lo han probado. O que alguna lo pruebe conmigo en su boca, en su cuello, en sus senos, en su vientre. Sería agradable sentirlo y hacerlo sentir en el cuerpo de la pareja. El plazo se vence para las interesadas: no sé por cuánto tiempo más tendrá licencia de libre crecimiento.

¿Tiene razón el filósofo?