miércoles, 29 de agosto de 2007

Escaleta del cine clásico

Primera escena:

Un tipo compra cosas de primera necesidad en un supermercado específico al atardecer. Se acerca al punto de pago y espera paciente los dos turnos que faltan para ser atendido. Al ojear una revista farandulera se encuentra ineludiblemente frente a una bella mujer.

Segunda escena:

El mismo tipo vuelve al mismo supermercado a comprar, ahora, cualquier cosa: una simple excusa para verla. Desilusionado, entrega el dinero mecánicamente a la registradora de turno sin importarle en ese momento nada más que su ausencia.

Tercera escena:

Mismo tipo. Mismo supermercado. Misma cualquier cosa. Diferente hora. Qué alegría ver su rostro nuevamente, su cabello suelto, su sonrisa amable, su espalda recta, sus manos ágiles, su uniforme impecable, su nombre en el pecho.

Cuarta escena:

Guión inconcluso...

¿Cómo se llama la película?

miércoles, 22 de agosto de 2007

El huevo


¿Por qué está solo? ¿Con qué se quebró? ¿Quién lo quebró? ¿Se rompió desde adentro? ¿Desde fuera? ¿Qué había en él? ¿Qué pasó con lo que estaba allí? ¿Nacería vivo? ¿Seguirá vivo? ¿Lo mataron al abrirlo? ¿Era de un ave? ¿De un reptil? ¿Será de un monstruo? ¿Sería un HuevoCartoon? ¿Sería Huevoduro? ¿Dónde está ahora? ¿Fue desayuno de “Salchicha con huevo”? ¿Frito se comió? ¿Quería sal? ¿Hay más huevos? ¿‘Güevas’?

miércoles, 15 de agosto de 2007

¡El lobo, el lobo…! ¡Qué viene el lobo!

Versión pirata de la moraleja de El Pastor Mentiroso de Esopo: “A un mentiroso le creen todos, incluso cuando sea verdad lo que dice”.

Hasta la anónima voz corría por las calles del centro de la ciudad al esconderse del lobo, alertando a los pastores que encontraba a su paso. Aunque pudiera ser mentira, nadie correría el riesgo ante el inminente peligro que representaba tal grito. Así, tratando de ver a la gigantesca fiera en la congestión vehicular, cada pirata, digo, pastor, tomaba su mercancía en cajas de cartón de manzanas chilenas y salía despavorido a buscar refugio para ocultarse del cazador en los locales de baratijas y cafeterías con lechona que rodean a los sanandresitos. El ajetreo resultó ser falsa alarma.

En estos casos, la moraleja de la fábula de Esopo necesita ajustarse: si ellos dejan de asustarse por el lobo, perderían toda su mercancía de contrabando, pagarían multas por derechos de autor e irían a la cárcel por lavado de activos. Los vendedores ambulantes que han caído en las fauces de la fiera saben lo que significa. Los ojos verdes de Paola, una minorista conocedora del cine callejero del momento, recuerdan el día en que el lobo les confiscó, a ella y a sus vecinos de andén, sus películas y música en todo formato, teniendo que pagar más de trescientos mil pesos de multa para salvarse de la cárcel. Hasta los banquitos de madera y el cartón que conformaban su negocio se perdieron. El camión de la oficina de espacio público de la Alcaldía, el mismísimo lobo feroz, se lo había tragado en su remolque.

En la cacería, el lobo está acompañado de muchos cerdos, “la Policía”, aclara Paola riéndose de tan extraña asociación de la naturaleza. Las redadas por lo general terminan en alegatos y trifulcas con los dueños de las chucherías, y las excusas del derecho al trabajo son el lema con que justifican su labor diaria. “De esto vivo, con esto llevo a la casa el desayuno para mi hijo”, insiste ella. Todos juzgan su trabajo pero al final la mayoría compra algo pirata. “Todos ganan con esto… mire que hay artistas que son famosos porque sus discos se conseguían en los ‘agáchese’ o en los semáforos”.

Lo que defiende el Municipio es el espacio público, y de chanfle, el control de los productos comercializados fuera de las leyes colombianas. Dos pájaros de un tiro. “No se sabe qué es lo que quieren: si limpiar las calles o quitarnos nuestras cositas”. La periodicidad del misterioso y cambiante camión no está definida, pero cuando pasa, nadie es juzgado como pastorcito mentiroso. “Somos parceros”, dice; solidarios, diría yo. Hay que cuidar el rebaño aunque no sea de ovejitas.

La solución al problema del tránsito local y de la falta de empleo no la dará el lobo. Sería como pensar que la venta y el consumo de drogas se terminan finalmente legalizándola para un mínimo consumo. Los vendedores ambulantes tienen su capital (a veces empeñado) en los corotos regados en una esquina cualquiera del centro, donde ricachones conductores o varados peatones compran cómodamente DVD’s y MP3’s más baratos (y en anticipada primicia, a veces) que en los grandes supermercados o en las videotiendas extranjeras o en las franquicias cinematográficas.

¿Usted ha comprado cosas piratas? ¡Ah! Usted sí que es un pastorcito mentiroso.

miércoles, 8 de agosto de 2007

Ceguera colectiva

Más valía ser un tonto de capirote con sus dos lámparas que un sabio privado del milagro de los amaneceres, de las floraciones, de los horizontes de invierno y de la belleza de las rocas, y sobre todo de la sonrisa de las muchachas y de las noches de estrellas que nos permiten percibir la norma kantiana que anida en el corazón humano”.

– Eduardo Escobar, al reflexionar sobre su operación de cataratas, en SoHo


Hace unos días viajaba yo sentado en una de las ventanillas de la parte delantera derecha de un bus de una empresa cualquiera, y un señor levantó su mano esperando la detención del transporte en la calle. Se acercó lentamente a la puerta y le preguntó al chofer si era la ruta siete pero de la competencia, recibiendo como respuesta un “¡Qué no ve que este es un ABCDEFG!” y arrancó con la rabia puesta en el acelerador.

Pude ver que en sus cuencas había un par de ojos borrosos cubiertos por unos párpados casi cerrados: efectivamente el señor era un ciego. Y claro, no le podía preguntar a su bastón metálico si el siete que apenas distinguía era o no de la empresa de buses que necesitaba. Me sorprendió que no pidiera el favor a alguien para que le ayudara con la ruta, y luego pensé en que seguramente no lo hizo por evitarse la broma de algún desgraciado.

Ayer, sentado en una de las ventanillas de la parte posterior derecha de un bus, grande, viejo y lleno hasta el segundo piso, vi cómo otro señor se apresuraba a encontrar la puerta de salida pero a cuatro filas de asientos de distancia de hacerlo. Desde la mitad del bus, el señor tanteaba con una mano la parte lateral del techo buscando el timbre, arrimándose con generosidad a los pasajeros de dos filas de asientos más adelantes que la mía. La señorita que quedaba al lado del corredor exclamó un enérgico “¡Oiga!” y el señor continuó avanzando mudo ante el reclamo.

Hizo lo mismo en la fila delante de mí e intentó seguir con mucho afán por entre las piernas de los tipos que estaban allí sentados. Obviamente uno de ellos lo empujó y la pelotera casi se arma, pues se fue encima del resto de gente que estaba de pie en el pasillo. Cuando los codazos de los asardinados pasajeros lo enderezaron, levantó su bastón de gruesa madera y con él comenzó a buscar ahora el dichoso timbre.

Lo lanzó con fuerza tres veces: la primera delante de mí, pegando justo en el borde de la ventana; la siguiente encima de mí, dándole al puro vidrio; y la última un poco más atrás, también a la ventana. Agaché mi cabeza y sólo mis despeinados cabellos parados sintieron el rejonazo que se estalló en el opaco cristal. La gente lo empezó a abuchear y en medio del escándalo el señor gritó “¡Déjenme bajar, que no veo!”, y sólo entonces los empujones cesaron y quienes pudieron se apretaron aún más para darle paso al señor hasta la puerta.


¿Por qué estaba solo? ¿Cómo supo dónde se iba a bajar? ¿Por qué no le pidió ayuda al chofer o alguno de los pasajeros para que le ayudara con anticipación a bajarse? ¿Cómo hizo para subirse? ¿Cómo haría ahora para orientarse a donde iba, si al parecer el bus lo dejó muchísimo más lejos de su parada? ¿Por qué no tenía puestas unas gafas oscuras que evidenciaran su condición? ¿Por qué nadie vio que sus ojos pequeñitos estaban a oscuras?

Qué ciegos somos.

miércoles, 1 de agosto de 2007

Keiko

Keiko es un bonito experimento genético de callejeros pedigríes. Come, ladra, orina y caga como cualquier perro, y hasta hace un tiempo su blancuzco pelaje era su atractivo. Pero un día no fue su mamá, mi mamá, quien lo bañó, sino que uno de mis hermanos y un cuñado quisieron quitarle, además del mugre, las motas de sus patas. La tijera no les bastó y continuaron con una máquina eléctrica hasta dejarlo rosado como un cerdito.

Desde ese día sufre de bañofobia y ni siquiera con los cuidados maternales de su dueña olvida tal experiencia, donde ni con una pastilla tranquilizante pudieron vencer la adrenalínica fuerza con que se resistía a ser trasquilado. Ahora hay que recurrir a técnicas importadas de la inquisición para bañarlo cada tanto, y todos sus torturadores hemos resultado mordidos en los intentos de captura.

Cuando el olorímetro-perruno sobrepasa el límite máximo permitido, su ama comienza un rosario de súplicas por un voluntario que ose atajarlo, para que alguien más ponga en su hocico un bozal casero: un pedazo de media velada vieja. De ahí en adelante su lucha cesa y, resignado, respira con cada jarrada de agua que cae sobre él. Irónicamente la felicidad de Keiko de sentirse limpio sólo es comparable con la felicidad de mi mamá de verlo pulcro.

Un día lo llevaron a los servicios que adornan la maricada de un Poodle o la pedantería de una Labrador, pero ni un Pit bull o un Dóberman habían sido imposibles de lavar hasta Keiko. Los veterinarios fueron advertidos de no suministrar ningún calmante, cosa que cumplieron a cabalidad así como el devolverlo tal cual llegó: sucio. Ahora aparece reportado como un perro de alto riesgo en los centros de belleza de la zona.

Una nueva idea fue sugerida por un técnico de lavadoras. ¿Han visto enjuagar la zanahoria o la papa en el campo? Dentro de un costal éstas reciben fuertes sacudidas bajo un generoso chorro de agua, quitando así el exceso de tierra. Y para mejorar la propuesta, un familiar recordó cómo bañaban a los perros en su finca: ya en el costal, un mayordomo fortachón se encargaba de darle vueltas para luego vaciar un can mareado y dócil a una ducha.

¿Cómo supo Keiko que lo íbamos a bañar el sábado pasado? Un guiño de mi hermano fue la señal para el ritual, pero antes de que el primer dedo se moviera para alcanzar los utensilios necesarios (balde, jabón, toalla, “bozal”) el perro se atrincheró con gruñidos en su guarida. Al otro día finalmente fue emboscado y quedó limpio, mi mamá contenta y mi hermano mordido.


Todo amo dice de su mascota que “¡sólo le falta hablar!”. ¿Es psicótica esta afirmación? ¿Cómo es posible entender un lenguaje lleno de pelos, plumas o escamas? ¿Cuán paranoicos estamos como dueños al creer comunicarnos con nuestras mascotas? Como decía una propaganda de televisión: ¿por qué nuestros animales entienden lo que decimos y nosotros no entendemos lo que ellos nos dicen? ¿A qué nivel llega el lenguaje verbal, gestual o mental con que interactuamos con ellos? Todo, menos la voz, nos habla y escribe. ¿Miau…?