miércoles, 19 de septiembre de 2007

No es suficiente

No te rasques las huevas frente a ella. Levanta la tapa del inodoro antes de orinar. Lávate las manos cuando salgas del baño. No digas palabrotas. No la celes o, si acaso, sólo un poquito. Nunca le digas que está barrigona. Nunca mires ni hables de las tetas o del culo de las amigas de ella. Lava los platos. No pienses solamente en sexo y no te vayas a quedar dormido inmediatamente después de hacerlo con ella. Debes acariciarla hasta que sea ella quien se quede dormida. Dile que ella es la mujer más bella que jamás has visto. Y regálale flores y muchos, pero muchos, presentes.

Estas son algunas premisas de uno de los correos electrónicos que a la gente le gusta re-re-re-re-enviar a sus contactos, porque “Fw:Re: ¡Está buenísimo!” independientemente de su contenido, como se cuenta en La Cantera de las Palabras.

Dejando al lado el tema del spam, del archivo PowerPoint me llamó la atención su historia: un tipo va donde un sabio monje para conocer el secreto del amor en las mujeres.

La insolencia no está en lo caricaturesco de los consejos (ni más faltaba, sería como negar que las mujeres también se tiran pedos), sino en la mentira que encierran en su conjunto porque: a) Es imposible saber qué es lo que se necesita; y b) Así lo sepamos con exactitud, nunca será suficiente para nadie.

Con una analogía de una historia Sufi podría explicar por qué. Un sabio mendigo retó a un adinerado rey a llenar su charola. Cada vez que la llenaba con monedas y joyas, ésta quedaba vacía nuevamente. Después de perder su fortuna y ver derrotado su ego, el rey le pregunta “¿de qué está hecha tu escudilla?”. El mendigo se rió y le dijo: “Está hecha del mismo material que la mente humana: está hecha de deseos humanos”.

Cuando se alcanza un deseo, otro aparece. Entonces, ¿cómo conquistar a alguien si ni siquiera, hombres y mujeres, sabemos lo que queremos? Y si lo supiéramos y lo hiciéramos, ¿qué más querríamos?

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Escampadero

La mayoría busca un techo mientras deja de llover y otros llevan paraguas consigo a todo momento. Como sea, todos buscamos abrigo y una bebida caliente en las mañanas frías mientras esperamos a que salga el sol.

La cultura popular se ha encargado de relacionar esa acción con las difíciles circunstancias de desempleo actuales, comparando cualquier oficio temporal con un escampadero, ese lugar que nos cobija hasta cuando otra oportunidad llega.

¿Sería correcto ajustar el término a una relación de pareja? ¿Quién lo sería de quién? ¿Quién tendría la sensatez de aceptar la intrascendencia de las relaciones? ¿Quién sería capaz de afirmárselo a su pareja categóricamente? ¿Quién viviría la libertad del amor sin compromiso alguno?


El objetivo principal es beneficiarse mutuamente. El proyecto podría incluir más colaboradores pero una dupla es suficiente: resulta cómodo, seguro y económico para las dos partes. Con esta condición que nos somete a la monogamia, se construye lo que se considera amor verdadero: una promesa eterna con votos de fidelidad que se detallan en las bodas como la letra menuda de un contrato (como cualquier otro).

Pero, ¿somos tan crédulos de esperar que toda compañía esté con nosotros “x100PRE”? ¿No sería mejor tener claro que quien está con nosotros (o nosotros mismos) tiene el derecho (y a veces el deber) a dejarnos solos en cualquier momento? ¿Por qué jurarse el uno para el otro, que lo mío es tuyo y lo tuyo es mío, y que ni Dios habrá de separarnos?

La incertidumbre está presente a toda hora. Entonces, ¿por qué esperar que el alguien con quien estoy sea la excepción a la norma? Inconscientemente todos esperamos eso: que un noviazgo dure, con el extra tiempo del matrimonio si se quiere, para toda la vida.

En el fondo todos queremos estar con alguien y que la vaina dure un poquito más. Y esperando eso, haciendo fuerza para que la cosa se mueva o aguante, nos desgastamos más. No dejamos que las cosas no ocurran o dejen de ocurrir. Mientras pujamos para que dure (y esté duro) nos olvidamos de disfrutar lo que sea que esté sucediendo. Nos olvidamos del proceso y esperamos el resultado, cegándonos ante la posibilidad de gozar cuánto y cuándo se pueda.

Queremos estar seguros de tener bien amarrados los cordones antes de dar el primer paso: queda descartado el método científico de ensayo y error. Queremos ir a la fija en el trato y nos demoramos escogiendo o desechando a quien siquiera nos pretende. ¿Qué tal que sea mejor de lo que los cuentos de hadas nos prometieron desde niños?

¿Por qué no gozamos de lo que tenemos bajo la sombrilla que ya encontramos? ¿O por qué no buscamos otro cobertor más grande? ¿O por qué no nos empapamos de soledad? Cualquier opción será buena mientras la disfrutemos, mientras dure. Lo importante es vivir lo que ocurra dentro o fuera del paraguas hasta que nos sintamos conformes con nuestra siguiente apuesta a favor de evolución humana.

A propósito, el escampadero también nos protege de la luz: tal vez por eso me gusta mojarme o tomar el sol de vez en cuando.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

De pelos

Las canas son vanas; el diente miente; la arruga saca de duda
– Dicho popular –

Recuerdo que en un esfuerzo por retener la niñez en mi cuerpo, corté los dos o tres primeros vellos que en mis axilas anunciaban la irreversible adolescencia. Tan delgados, tan vírgenes, tan orgullosos de haber nacido, fueron cortados para desnudar la piel de esa zona que, por ese tiempo, comenzaba a oler algo más salado.

Un día, un fantoche compañerito de salón mostró los horrorosos pelos que desde hacía unos meses ya tenía bajo su brazo, y los demás amigos hicieron lo propio con bastante vanidad. Sólo a mí parecía molestarme tan desagradable cambio físico, y lo único que había que hacer era aceptarlo: ¡adiós tijeras y bienvenido desodorante!

Hace tiempo alguien bromeó con la edad de un cumpleañero diciendo: “¡ya estás tan viejo, que te van a salir pelos en las orejas!”. Mientras todos se reían, yo recordaba lo curioso que me resultaba ver a los ancianos con tupidos mechones de vellos negros en los lóbulos de sus oídos. Como resulta complejo cortarlos en medio de las curvas de los pabellones auriculares, algunos señores andan como perros ovejeros mostrándole al mundo otra inevitable señal de la ancianidad.

¿Qué sucede con los cabellos y vellos de las mujeres? Además de teñirlos en Tecnicolor o arrancarlos estando ensebados (“Artificial”), no sé qué más podría ocurrir.

En la última ocasión el peluquero, con la máquina eléctrica cerca de mis orejas, me preguntó: “¿también los corto, señor?”. Pensé que se refería a las patillas, así que le dije que sí. Con el ruido del aparato, sentí que un monstruo-zancudo entraba a mi cabeza, y lo único que podía hacer era quedarme quieto. No le tomó más de dos segundos hacerlo pero de inmediato le pregunté qué hizo. “Le corté los vellos de su oreja, señor”.

Tenaz. Dramático. Mientras emparejaba el otro lado, la historia de mi vida pasó delante de mis ojos, como en esas películas que muestran lo que recuerda el actor antes de morir. Contundentemente, la vejez se había manifestado por primera vez en mi cuerpo, en un lugar inhóspito para cualquier explorador. Nada que hacer: ni siquiera una estresada cana había sido la causa de suspiros por la añorada juventud física.

Por ahora sólo es uno a cada lado, y al cogerlos se alcanza a oír cómo rechinan entre los dedos que los acarician. Hasta la sensación de dolor al halarlos es nueva: parece que nacieran del cerebro activando nuevos neurotransmisores a su paso. No logro describir lo que se siente: hay una experiencia de vida comprometida. Pero antes de parecerme más a un gato, ¡adiós copitos y bienvenidas tijeras!