miércoles, 30 de agosto de 2006

Aún es temprano

Y es que vale más, un año tardío que un siglo vacío, amor”.
- Juanes, Mi Sangre -


En 2000 el Papa Juan Pablo II “sometió a revisión todos los grandes temas del pasado que habían causado duda e incomodidad entre los católicos: las guerras de religión, la imposición de la fe por la fuerza, la Inquisición, el rechazo a los nuevos desarrollos científicos, la intolerancia y las persecuciones” (Diario El País de Uruguay). Y pidió perdón a Dios por las culpas de dos mil años de historia de la iglesia para dar al mundo un ejemplo de paz.

Este año, gracias al avance de la investigación, “unos 2.500 astrónomos de 75 países decidieron en Praga que Plutón será ahora un planeta enano y ya no hará parte de los grandes del sistema solar” (Periódico El Tiempo). Bajo la redefinición de conceptos de la Unión Astronómica Internacional su condición ha cambiado, dando solución al debate que desde su descubrimiento en 1930 inició y se acentuó en la década de los 90.

En este par de ejemplos, el tiempo se ha encargado de aclarar inquietudes que han pasado inadvertidas inocente o culpablemente por el velo de las instituciones dueñas de la batuta. Otros seguirán ocultos por conveniencia en limbo de la historia, así que por ahora contentémonos con estas dos revelaciones.

¿Qué pasaría si los unos a los otros divulgáramos las cosas que escondemos o mostramos a medias a quienes nos quieren? ¿A quienes nos odian? Sacar todos esos detalles… y gritarlos… con el único objetivo de liberarnos… y hasta de liberar a los demás, de pronto…

Aparte de uno mismo, más de uno resultará beneficiado… o afectado… creo que allí la relatividad del bien y del mal perderá todos sus matices para llegar a términos absolutos. Leer la realidad sin las gafas de la apariencia nos dejaría más ciegos y los juzgamientos serían condenables a dos manos por la responsabilidad que ello representa.

A cada momento cambiamos; es la evolución. Pero hay cosas que es mejor dejarlas tal cual… Todo el rencor, la rabia, la frustración que generaron… la alegría, la pasión, la ternura que cautivaron… Ya nadie nos quita lo bailado… Experiencia…

Distintas prácticas milenarias espirituales nos invitan a abandonar el pasado para alivianarnos. ¿Será suficiente para curar el dolor que hemos sentido y el que hemos causado? Tal vez lo logremos en esta vida o en la próxima, procurando reparar los daños que hemos hecho y mejor aún, evitando los que falten. ¿Podemos esperar lo mismo de los demás? Si de salvación se trata todos deberían hacerlo para justificar, compensar o simplemente agradecer lo sucedido. Aún es posible explicar, corregir, perdonar, apreciar, escuchar y desmentir lo que realmente pasó antes de nuestra partida final. Difícil. Alentador. Cuestión de valentía.

¿Será que algún día mis anteriores jefes me pagan todas las horas extras que trabajé por ser un empleado de confianza? ¿Será que la universidad me reintegra el dinero de los créditos que me sobraron al comprarlos por obligación conjuntamente? ¿Será que las mujeres a quienes he pretendido me devuelven tantas atenciones? Seguiré esperando a ver qué pasa… Si la ciencia y la iglesia lo hicieron tarde, todos lo podemos hacer temprano.

Al Universo, ofrezco mis disculpas.

miércoles, 23 de agosto de 2006

Una in-esperada llamada

«Me dice el corazón…
“ríndete que el amor te venció”.
Pero me grita la conciencia…
“parece pero no es, eso pasa con frecuencia”».

- Gilberto Santarrosa -


Casi las nueve de la noche y aquella bella doncella llamó.

Al escuchar su voz, mis ojos comenzaron a ver el pasado con la claridad del presente. Era como si nada hubiera sucedido. Luego del corto saludo dijo “leí tu escrito… y… llamé…”. Yo sabía a qué se refería y los lectores de esta bitácora lo sabrán al repasar Por no creer, tuve que ver.

Los mil borradores del sensato discurso preparado para la deseada ocasión no aparecieron por ninguna neurona.

Corazón, mente y cuerpo disfrutaron esos minutos con toda la alegría que podían, al recordar, vivenciar y anhelar tal festín telefónico. “Esto hay que celebrarlo… ¡Otro trago de endorfinas más!”, gritaban. “¡Salud!”.

¿Cómo estás? ¿Qué haces ahora? Preguntas improvisadas que alargaban la emoción mientras se apaciguaba la sorpresa. A pesar de unas cuantas palabras que tartamudeé inicialmente, la conversación fue agradable y tranquila. El estudio, el trabajo, la familia… Ella está bien y me alegro.

Sobre lo bizco que me dejó el ciego Cupido nada se habló, ni tampoco de la cantidad de pedacitos que recogí ni de los otros tantos que perdí cuando esa noche la ilusión se rompió. Fue mejor así: ¿de qué hubiera servido una explicación evidente por doquier?

Agradecí su llamada y con la hipotética promesa de algún encuentro lejano, nos despedimos. Sin mayor razón, me sentí contento esa noche; como antes. Pero con duda de querer arriesgarme nuevamente, incluso de escribir sobre el tema.

Seguiré tarareando esta canción hasta entonces. Tal vez le diga…

miércoles, 16 de agosto de 2006

Cortesía, por lo menos

Señor Marqués, cordial saludo. Le informo que ya recibimos su hoja de vida y entrará a estudio. Gracias”. Si después de una semana uno recibe este correo electrónico, la emoción se embriaga por dos razones: primera y obvia, la oportunidad de ser contratado; la segunda e igualmente valiosa para mí, que la empresa confirme que recibió el archivo.

¿Cuántas hojas de vida se pueden enviar? Y de esas, ¿cuántas empresas nos pueden responder? Y de esas, ¿cuántas nos entrevistan? Muy pocas son las organizaciones que se toman el trabajo de agradecer nuestro interés en sus vacantes, de por sí ya pocas. Queda entonces el sinsabor de qué pasó con los datos. El tiempo comienza a pasar y nada se sabe.

En mis anteriores trabajos, he visto cómo las hojas de vida se convierten en un problema para el área de recursos humanos, y hasta me ha tocado ayudar a romperlas para liberar espacio en la estantería de la secretaria. Me he sentido mal haciéndolo, pero como siempre incluso el “trabajo sucio” hay que cumplirlo cuando uno es empleado. ¿Cuánta gente habrá esperado por trabajar en aquella empresa o por lo menos a que lean su hoja de vida y le digan que “sirve” o no?

Muchos llaman a preguntar pero es igual de frustrante, no por la negativa como tal, sino por las sutiles prórrogas de una “doctora” que le falta carácter para decirles que el proceso ya terminó. Lo viví en una de mis últimas entrevistas, cuando la protagonista se vanagloriaba con su compañera de haber desviado las siete llamadas que recibió durante los treinta minutos en que yo hice la prueba en su oficina. Imagino que todos los candidatos colgaron con la expectativa de llamar la próxima semana, cuando será la recepcionista quien responda diplomáticamente que la vacante está cubierta.

Los datos estadísticos del DANE en su Encuesta Continua a Hogares fijan en 10 meses (43.2 semanas) el tiempo promedio mínimo de búsqueda de trabajo de la población desocupada cesante durante los primeros tres primeros trimestres de 2005. Bajo el mismo parámetro, para los hombres es de 9.7 meses (41.9 semanas) y de 10.2 meses para la mujer (44.2 semanas). Esta semana anunciaron por televisión que según los datos del último censo en el país, el tiempo actual para hombres es de 9 meses, el de las mujeres de 11 y el promedio sigue siendo de 10. Es mucho tiempo. ¿Cómo hacen las personas que antes de una semana de haberse retirado consiguen otro empleo? ¿“Suerte” o error de cálculo del DANE?

Aunque recibir la respuesta definitiva por esa vacante tres semanas después es un consuelo para bobos, seguiré esperando por ahora algo de cortesía de las muchas otras opciones a las que he aplicado, mientras recupero el granito de arena que se le cayó al castillo de la esperanza luego de leer el siguiente mensaje: “Señor Marqués. Nuestra empresa le agradece su interés. Le informamos que no fue seleccionado. Muchos éxitos”.

Tal vez un rico café caliente, una llamada familiar o una larga caminata sean suficientes para reemplazarlo.

miércoles, 9 de agosto de 2006

Recorrido interruptus


- “¡Cómo es posible! Yo no quiero ir a su #$-&%*@ casa…!”.
- “Hermano, yo no lo he invitado… ¡bájese!”.
- “No sea tan #$-&%*@ y siga con la ruta…”.
- “No mijo, estoy mamao… yo no voy hasta allá… ¿Por qué no cogieron otro bus?”.
- “¡Y cómo #$-&%*@ íbamos a saber que el señor se va para su casa!”.
- “Pero si ya casi son las diez de la noche, hermano… estoy 'boliando' desde las cinco de la mañana… Yo no sé… Aquí los dejo…”.

La discusión siguió en la misma tónica. Gracias a ella llegamos hasta el próximo semáforo donde el chofer giraría a la derecha (hacia su casa) y no a la izquierda (hacia mi casa). Era un señor que salido de la ropa por un temor muchísimo mayor que el mío, comenzó a reclamarle al chofer por qué nos iba a dejar allí, muy lejos de nuestros destinos. Junto con una señora mayor, tres pasajeros quedamos en el recorrido y esperamos más de veinte minutos hasta que pasó el primer y único taxi que nos sacó de allí luego de bajarnos en tal cruce.

Apenas eran las nueve de la noche así que no tuve problema en subirme al bus cuyo cartel tenía el nombre de la avenida por donde vivo. Había visto el bus pasar por mi casa, pero no sabía de dónde venía. Al principio la ruta era conocida, pero más adelante en vez de seguir por la tradicional autopista, el chofer tomó un camino distinto.

Desde la ventanilla comencé a ver un paisaje inhóspito. Ninguna calle era igual a otra. Había poca luz en algunas de ellas y en otras las fogatas de los mendigos las iluminaban. Los huecos finalmente desaparecieron para abrirle paso a las calles despavimentadas. Y la estrechez de éstas hacía que el bus se orillara para dar vía a los viejos carros que transitaban en sentido contrario.

Poco a poco los apretujados pasajeros se bajaron, mientras el conductor cruzaba una y otra vez por donde le cabía su máquina. El tiempo pasaba y no lograba reconocer ningún lugar y los números en las placas de las casas desconcertaban a cualquiera. La cosa se estaba poniendo fea. Luego de que en una parada se bajaron cuatro personas, el chofer del bus preguntó para dónde íbamos: los tres respondimos lo mismo.

- “Me voy pa’ mi casa… Tomen su plata y ‘bájensen’ aquí…”.

El miedo me invadió. Al lado derecho estaba el oloroso caño y a la izquierda las casitas de madera cuyos bombillos alumbraban el callejón lleno de lodo y charcos. En la esquina anterior, un grupo de muchachos disfrutaban de un pucho de algo y sus caras no mostraban la más mínima gota de amabilidad, por lo menos aquí en la tierra. Más adelante no había nada más que las menguas luces del bus.

Antes de que yo pronunciara palabra, empezaron con el alegato. Imagino que el señor ya tenía la adrenalina desbordada y por eso su acalorada reacción cuando el chofer nos quiso bajar. La señora y yo estábamos esperando a que se levantara del asiento cruceta en mano para defender su merecido descanso, pero se limitó a discutir contra la indignación del pasajero y a manejar a regañadientes hasta el dichoso semáforo, un “mejor” sitio del que pretendía.

Ya en mi casa pensaba que al final las cosas habían salido bien. Valió la pena la discusión, mi prudente silencio, la devolución del dinero, la misma ruta en el taxi… Me quedaba una duda sin embargo. Toda la gente que vi no la conocía al igual que en mi conjunto residencial. ¿Por qué no me aterran, entonces? Son igual de extraños que los tipos que jugaban Dominó en una de las tantas callejuelas y que de la misma manera ni saludan ni sonríen ni gruñen a mi paso. El extraño soy yo más bien, al cargar todavía con prejuicios sobre otros. ¿Valdrá la pena dejarlos a un lado?

miércoles, 2 de agosto de 2006

La vida, como debería

Hay una escena en un capítulo de Los Simpsons donde Homero distrae a Maggie con una caja de cartón para que deje de jugar con BoBo, el osito de peluche del Señor Burns. Cuando ella accede al cambio, Homero ya no le quiere entregar la caja pues ahora es él quien quiere la caja.

También hay una propaganda de Master Card, que presenta los distintos precios de los juguetes de un bebé. Al final, el niño aparece jugando con la caja de cartón donde venía el regalo de moda, con la consigna de que hay cosas que el dinero no puede comprar.

¿Qué puede tener una caja de cartón que llama tanto la atención? Mi memoria no me da para recordar si jugaba con alguna de ellas cuando pequeño, pero he visto cómo mis sobrinos se turnan para meterse y dejarse empujar los unos a los otros.

Luego de dejar caer la caja donde venían los zapatos que compré hace poco, Mora encontró allí su gimnasio, su parque de diversiones y su compañía. Supongo que le recuerda el lugar donde nació y fue criada. La disfruta sin cansarse atravesándola, rasgándola, saltándola, volteándola y defendiéndola del tarro de la basura, alejando con sus garras todo lo que intente acceder a su refugio, como las medias que luce su amo o la cinta de tela con la que se suelen corretear por todo el apartamento.



Una imagen más de la naturaleza que nos dice cómo debe ser la vida: un simple juego.