- “¡Cómo es posible! Yo no quiero ir a su #$-&%*@ casa…!”.
- “Hermano, yo no lo he invitado… ¡bájese!”.
- “No sea tan #$-&%*@ y siga con la ruta…”.
- “No mijo, estoy mamao… yo no voy hasta allá… ¿Por qué no cogieron otro bus?”.
- “¡Y cómo #$-&%*@ íbamos a saber que el señor se va para su casa!”.
- “Pero si ya casi son las diez de la noche, hermano… estoy 'boliando' desde las cinco de la mañana… Yo no sé… Aquí los dejo…”.
La discusión siguió en la misma tónica. Gracias a ella llegamos hasta el próximo semáforo donde el chofer giraría a la derecha (hacia su casa) y no a la izquierda (hacia mi casa). Era un señor que salido de la ropa por un temor muchísimo mayor que el mío, comenzó a reclamarle al chofer por qué nos iba a dejar allí, muy lejos de nuestros destinos. Junto con una señora mayor, tres pasajeros quedamos en el recorrido y esperamos más de veinte minutos hasta que pasó el primer y único taxi que nos sacó de allí luego de bajarnos en tal cruce.
Apenas eran las nueve de la noche así que no tuve problema en subirme al bus cuyo cartel tenía el nombre de la avenida por donde vivo. Había visto el bus pasar por mi casa, pero no sabía de dónde venía. Al principio la ruta era conocida, pero más adelante en vez de seguir por la tradicional autopista, el chofer tomó un camino distinto.
Desde la ventanilla comencé a ver un paisaje inhóspito. Ninguna calle era igual a otra. Había poca luz en algunas de ellas y en otras las fogatas de los mendigos las iluminaban. Los huecos finalmente desaparecieron para abrirle paso a las calles despavimentadas. Y la estrechez de éstas hacía que el bus se orillara para dar vía a los viejos carros que transitaban en sentido contrario.
Poco a poco los apretujados pasajeros se bajaron, mientras el conductor cruzaba una y otra vez por donde le cabía su máquina. El tiempo pasaba y no lograba reconocer ningún lugar y los números en las placas de las casas desconcertaban a cualquiera. La cosa se estaba poniendo fea. Luego de que en una parada se bajaron cuatro personas, el chofer del bus preguntó para dónde íbamos: los tres respondimos lo mismo.
- “Me voy pa’ mi casa… Tomen su plata y ‘bájensen’ aquí…”.
El miedo me invadió. Al lado derecho estaba el oloroso caño y a la izquierda las casitas de madera cuyos bombillos alumbraban el callejón lleno de lodo y charcos. En la esquina anterior, un grupo de muchachos disfrutaban de un pucho de algo y sus caras no mostraban la más mínima gota de amabilidad, por lo menos aquí en la tierra. Más adelante no había nada más que las menguas luces del bus.
Antes de que yo pronunciara palabra, empezaron con el alegato. Imagino que el señor ya tenía la adrenalina desbordada y por eso su acalorada reacción cuando el chofer nos quiso bajar. La señora y yo estábamos esperando a que se levantara del asiento cruceta en mano para defender su merecido descanso, pero se limitó a discutir contra la indignación del pasajero y a manejar a regañadientes hasta el dichoso semáforo, un “mejor” sitio del que pretendía.
Ya en mi casa pensaba que al final las cosas habían salido bien. Valió la pena la discusión, mi prudente silencio, la devolución del dinero, la misma ruta en el taxi… Me quedaba una duda sin embargo. Toda la gente que vi no la conocía al igual que en mi conjunto residencial. ¿Por qué no me aterran, entonces? Son igual de extraños que los tipos que jugaban Dominó en una de las tantas callejuelas y que de la misma manera ni saludan ni sonríen ni gruñen a mi paso. El extraño soy yo más bien, al cargar todavía con prejuicios sobre otros. ¿Valdrá la pena dejarlos a un lado?
2 comentarios:
Los prejuicios a un lado, un sano miedo a los desconocido no. Está bien que no se puede andar por la vida y la calle juzgando esas caras adustas solamente por ser adusto y vivir fuera de nuestra zona de comodidad. Pero un lugar desconocido es un lugar desconocido. Somos animales. Nuestro instinto nos dice que tengamos cuidado. Lo que debemos (deberíamos) evitar es que ese miedo sano alimente los prejuicios.
Ahí si que pailas.
Así como los animales, el ser humano marca territorio la unidad donde uno vive es el territorio marcado y conocido, pero sitio desconocido ya es un problema y lo mejor es no dar papaya, a mí me pasó algo similar, con el agravante que el chofer me invitó a comer un chicle, cosa que no acepté por obvias razones y él lo tomó como un agravio, me miraba de reojo y a pesar de ser yo una persona muy adulta el pánico me invadía, calles como las que describes, gente como la que describes y yo sin tener la más remota idea de dónde era vecina, mi celular sonaba y el pánico de sacarlo por miedo a que me lo robaran, hasta que al contestar oi la voz de mi esposo y el resultado solté en llanto, cosa peor poque él quería recogerme y yo ni idea del barrio donde estaba, es muy cierto lo desconocido trae a veces miedo y pánico, pero la gente desconocida en territorio conocido se convierte en algo conocido
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