Pero pasó.
Desde hacía unos días estábamos ella y yo en el apartamento, y ya nos habíamos acostumbrado a estar solos. Cada uno en su espacio-tiempo, pero siempre buscándonos y encontrándonos cuando nos hacíamos falta mutuamente.
Con unas caricias respondidas con rasguños, hasta con mordiscos a veces, cumplíamos fielmente al pacto de amistad entre el amo y su mascota. Era suficiente, necesario, y propio de un franco ‘te quiero’.
Esa noche, desvelado en la cama por un mal sueño, no había nada más que hacer sino esperar a que llegara el amanecer. El silencio era correteado por uno que otro carro que a lo lejos pasaba, para luego regresar a escuchar el tic tac del reloj de pared. Me acurrucaba, pero mis pensamientos me descobijaban.
Como buen celador de cuadra, Mora llegó a la pieza con sus mudos pasos. Se metió bajo la cama, dio una vuelta hasta la ventana y luego de una rápida ojeada, decidió peinarse ese mechón en su espalda que la cortina le había alborotado. Pulcra. Vanidosa. Hermosa. Mujer.
Yo la veía sin musitar palabra o intentar movimiento. Era un estado de contemplación absoluta: podía escuchar cada lengüetazo y cada pasar de saliva lleno de pelos. Cuando quedó como ella quería quedar, se alistó a continuar con su paseo nocturno por el resto del apartamento.
En ese momento, decidí levantarme de la cama para distraer mi insomnio. Al bajar los pies, empujé una de las chanclas que estaba de medio lado y por alguna razón el ruido que hizo, hizo que Mora diera un brinco de espanto, lleno de pavor, repleto de pánico, rebosante de terror.
No sabía donde caer, se resistía a caer, se sentía más segura en el aire que en el suelo que la había atacado. Su cuerpo se retorció de todos los lados pero la gravedad cumplió su tarea.
Con la velocidad de un rayo, su cuerpo se flexionó hasta pegarse al piso. Sus pupilas se dilataron al máximo, ¡casi que se le salen de la córnea! Los orificios de su nariz se expandían ahogados… Sus orejas se echaron para atrás en acto de atenta escucha… Sus colmillos resaltaron de sus labios prestos a destrozar lo que se atravesara en su boca… Sus bigotes se plegaron como púas de un puerco espín… Su cola, un filoso aguijón… Y las garras, ¡oh, las filosas garras!, habían sido desenfundadas de su peluda vaina.
Ante tremendo adversario, cualquier enemigo habría huido del campo de batalla sin dudarlo.
Pero lo único que encontró fue a un amo desbaratado de la risa a las 2:50am, contagiando con sus carcajadas al silencio que los acompañaba, y burlándose con razón del susto, ¡tan hijueputa!, que le había hecho pasar a su gata…
Maté a Mora del susto: ahora le quedan ocho vidas.