Así como los títulos de los capítulos de La Pantera Rosa incluyen la palabra “rosa”, el de este escrito también la tiene: un tributo a la elegante, silenciosa, rítmica e inteligente protagonista felina de tan divertida caricatura televisiva.
La tinta de una camiseta roja tiñó selectivamente a sus compañeras de ciclo de lavado: unas más que otras y unas menos que ninguna. La información de la etiqueta garantizaba la firmeza del color, pero fue una coartada para que esa tanda de ropa se camuflara en rojo.
Y en particular mi ropa interior de color blanco, que al salir de la máquina tenía un color rosáceo tan delicioso como el veteado de un helado de fresa, y que contrastaba con el límpido color de los hilos y resortes que resultaron inmunes a la coloración.
Recordé una escena similar en una de las películas de El Hombre Araña, y atiné a reírme de lo ocurrido. Pero la burla de los otros calzoncillos de serios colores oscuros y compañeros de cajón sí que fue tremenda.
Agotadas mis existencias de interiores limpios, tuve que usar los improvisados camaleones rosados mientras los demás se lavaban. Ese día, con la música de Henry Mancini como mi banda sonora, dejé a un lado el ridículo que sentía conmigo mismo y caminé tranquilo con el peculiar gesto de la Pantera.
Sin embargo, me sentí ansioso de pensar en cómo reaccionaría la princesa de mis sueños si me pedía justo ese día que la hiciera suya, luego de un excitante preámbulo de caricias sexuales. En el hipotético caso de que hubiese ocurrido, ver a su príncipe azul con calzoncillos rosados habría sido una total decepción, o tal vez la situación se habría tornado en una conversación sobre cómo se debe separar la ropa en cada lavado.
Los interiores han ido recuperando su color poco a poco con las siguientes lavadas, así que luciré nuevamente mis calzoncillos blancos con más tranquilidad, como los de Homero Simpson, con ventana, para que se vea el paquete, no chileno, sino pastuso... y rosado.
.