Era uno de esos días en los que tomamos más tiempo para bañarnos que el de la cotidianidad de la semana, en los que queremos vernos más que bien desde la mismísima piel, cuando consentimos nuestra belleza para nosotros y no para otros.
El sol apenas empezaba a espantar las nubes después de tremendo aguacero. Salí de la casa a cumplir con mi cita, “muy tieso y muy majo” con crema en los brazos, loción en el cuerpo, ropa recién planchada, zapatos bien atados y gel en el cabello.
Caminaba despacio, meditabundo por cualquier cosa que pasara por mi mente, distraído simplemente por vivir. Llegando al punto de encuentro, repentinamente, un fuerte y seco ruido a dos tiempos alertó mis sentidos, y en menos de un segundo lo único que vi fue la cresta de una ola de agua barrosa a mi derecha.
¡Splash!
El ruido fue causado por el trancazo, recalco: ¡porrazo!, de un carro con su llanta delantera, primero, y enseguida de la trasera, contra un hueco de unos 50 centímetros de ancho, 80 de largo e, increíblemente, unos casi 30 de profundidad.
Si el veloz conductor cayó en la tentación que sentimos por salpicar a alguien cuando llueve, los rines de su carro se lo reclamarán en la próxima alineación y balanceo. Y si lo hizo sin mayor malicia y sin considerar la magnitud del hueco, pues aprenderá a esquivar en nuestras calles la próxima vez hasta un salivazo.
Mis gafas evitaron que me entrara directamente agua sucia a los ojos, pero no fueron suficientes para que ésta me escurriera por los párpados, el rostro y la boca seguidamente, impidiendo que hubiera salido insulto alguno al conductor que ya iba lejos para ese momento. Todo mi lado derecho, de pies a cabeza, quedó con barro, con agua, con hojas: sorprendentemente la mancha era simétrica, me parecía a uno de los enemigos de Batman, el Dos-Caras.
Luego de secarme la cara, limpiar las gafas y ya sobre la hora, continué hacia mi cita.
Sólo restaba reír.
“Shit happens”.