miércoles, 25 de julio de 2007

Zorra de tres cabezas

La primera, cegada lateralmente, halaba el remolque a la misma vertiginosa velocidad con que el látigo golpeaba sus ancas.

La segunda, sentada cómodamente, animaba con gritos ilegibles a su bestia para continuar el camino de las templadas riendas.

La tercera, atada firmemente, corría por inercia con las decisiones de la carreta sin preocuparse por su destino final.


¿Para cuál tendría más sentido hacer o dejar de hacer lo que hacía?

miércoles, 18 de julio de 2007

Una tradición matrimonial

Casarse es un mal, pero es un mal necesario”, dice una antigua sentencia de Menandro.
En que sea un mal, estoy de acuerdo, pero ¿por qué necesario?”, comenta un autor italiano.


¿Recuerdan la polémica en que terminó El Rito? Después del alboroto de sus tormentosas reflexiones durante la boda de Juan, las voces de la conciencia se callaron con la noticia de mi amigo Mauricio, quien recién le había propuesto matrimonio a su novia. Pues el sábado se casó, y tales personajes aparecieron nuevamente para hablar esta vez más pacito; hasta la envidia, sin mordaza, sólo cuchicheaba. Al saludarlo, tal vez por la fuerza con que lo abracé, mis ojos se aguaron por la dicha sincera de ver a mi amigo feliz; que así lo sea.

[Ta-ta-ta-tan… Ta-ta-ta-tan…]

La boda comenzó con la tradicional marcha nupcial que bramaba en mi inconsciente para erizar todo lo que se pueda parar, recordando que la hora cero llegará tarde o temprano [¡Glup!].


La mayoría de los invitados y familiares llegaron tarde a la iglesia, pero el padre no iba a esperar: $350.000 por hora de misa estaban pagos de la siguiente ceremonia. Apenas salieron los nuevos esposos, comedidas señoras organizaron la capilla con arreglos florales diferentes.

- “Entonces… ¿cuándo nos casamos?”, preguntaban los paradigmas.
- Y siguió la evolución: “Bueno, casado o no, con cura, notario o chamán, ¿cómo va lo de propagar la especie?”.
- ¡Silencio!... No vamos a empezar otra vez…



Mauricio estaba tranquilo, con la serenidad que lo caracterizaba en cualquier examen de la universidad. A diferencia de la mamá de Juan, en ese momento no hubo excesivas lágrimas en los ojos de la nueva suegra por la decisión de su hijo, viendo cumplida, como dijo, una de sus tareas maternales. ¿Y en la mamá de Yudy? Tampoco: no es el momento, comentó, preocupándose de que todo saliera bien en el evento.

La novia, en blanco, lucía bonita del brazo de su padre y dos juiciosas pajes adornaban con pétalos de rosa su camino al altar. El tercero, el que entregaba los anillos, quizá creyendo que eran dados, hizo tintinear las argollas lejos de la almohadilla siete veces mientras el sermón.

- “Que no le coja la noche, o si no…”, advirtieron las voces.
- ¿Si no qué? ¡A ver! ¿Qué?, las confronté.
- “¡Ja! Ojalá ‘cogiera’ aunque sea con la-noche…”, murmuró el instinto.
- ¡Chito!
- “Y anda solo de nuevo”, se burlaban.



¿Por qué es de mala suerte ver a la amada antes del matrimonio? A Mauricio se la escondieron cuando quiso saludarla antes de la boda. ¿Para qué cargar un objeto robado, otro nuevo, otro prestado y algo de color azul? Este último estaba en el moño del liguero y, no siendo suficiente, se bailó en la recepción el vals Danubio Azul de Johann Strauss (no supe diferenciar si era agüero o etiqueta). ¿En cuánto aumenta la probabilidad de éxito de casarse si alguien se gana el ramo o la liga? Sería interesante estudiar tal efecto (placebo, supongo) que ocurre en las mentes de los ganadores. Por supuesto (¿y por fortuna?), yo no fui esta vez el conejillo de Indias de dicha investigación.


En fin, costumbres nada más. Como la de casarse, por ejemplo. Un temerario rito social que aprueba la unión eterna de dos individuos alrededor de la sagrada institución matrimonial. “Porque en últimas ése es el único motivo por el que el matrimonio resiste: a los seres humanos no nos conviene estar solos, como está escrito en el Génesis […] o muy pocos soportan la soledad. Por eso nos casamos y nos descasamos y nos volvemos a casar: por una lucha sin fin para evadir la soledad, a través de un matrimonio ideal (si se pudiera), pero si no, al menos a través de un matrimonio real” (Héctor Abad Faciolince en Las formas de la pereza).

miércoles, 11 de julio de 2007

Sufragante

¿Cuánto tiempo estaría manchado por haber participado en las votaciones del 8 de julio? “15 días”, me dijo el jurado de la mesa 195 del Pascual Guerrero. “Tranquilo, esta tinta no es de la que quema como la pasada”.

Por todo ese tiempo, a mi dedo le sería prohibido su derecho a quitar legañas (no sabía que la primera acepción de la palabra en Español se escribe con ‘e’, como el nombre del sobrino de Condorito, Coné) de mi ojo derecho por su suciedad aparente, una mancha color rojo-sangre-coagulada-en-algodón-usado. ¿Quién rascaría a la nariz o a la oreja del estribor de mi cuerpo? El índice izquierdo compadecía a su antípodo compañero por perderse de proporcionar tan placentero y necesario reflejo. El dedo meñique derecho ofreció sus servicios desde la banca como buen suplente del equipo diestro.



La primera foto fue tomada una hora después de mi elección: voto en blanco en todas las candidaturas. La siguiente foto, 10 horas después, muestra la notable desaparición de la temida mancha. Me había bañado las manos con la frecuencia normal y sin mayor restriego: al lavar los platos, antes de comer, después de limpiar el arenero de Mora, en seguida de sacar la basura, luego de ir al baño…

¿Se había absorbido a mi cuerpo? ¿Dónde estaba tan efectivo tinte? Sólo mi uña había hecho las veces de teflón ante la sombra que pretendió cubrirla. Si era así, con algo de malicia y bastante jabón, mi dedo se libraría del veto impuesto para votar de nuevo (en blanco otra vez: no había nadie por quién hacerlo), pero sería un dato de gran ayuda (no sé exactamente cómo) para quienes trafican con votos.



24 horas después, mi dedo se había desprendido en gran parte de su obligatorio maquillaje. Soñaba él nuevamente con ser igual a los demás colegas y probar sin discriminación el arequipe, tomar el pan sin fingir ser dedi-parado, y ayudarle a sus compañeros a extirpar alguna espinilla. Ya no serían 15 días de condena: por buen comportamiento su pena se había reducido.

La presidenta de la mesa dijo que no votaría porque se le dañaba la manicura del día anterior. Creo que este pretexto para no participar de la democracia, así sea en forma blanquecina, supera en años luz a mi disculpa de haber asistido a las urnas ese día: el certificado electoral (que no entregaron, “¡Ough!”) para el descuento en el valor de la matrícula en Univalle.

La democracia colombiana es la suma de excusas (chimbas) de sus ciudadanos. Y así, después, nos quejamos del Gobierno turnado.



Así luce hoy.

miércoles, 4 de julio de 2007

Mi segunda bofetada

"Porque te quiero te aporrio".
-Refrán popular-

La primera fue en un momento post-pasión de cama, cuando sólo hay risas exhaustas y dos cuerpos desnudos que quieren seguir tocándose con cualquier excusa, incluso con una palmada en la mejilla originada por cualquier palabra graciosa… de esas que se acompañan con un tierno “tan bobo”… y que rayan entre un golpe y una caricia… No recuerdo más… hace tiempo ya…

Hay que diferenciar de lo que es una nalgada: un toque en los glúteos de la persona. Esas que por amistad, cariño o deseo, entran en una categoría diferente de contacto físico.

Al igual que la primera, la segunda no la vi venir. ¿Que si me la gané? Es posible: no reconocí en ella el límite de paciencia para mis tradicionales palmaditas en el hombro, un gesto que considero afectivo con quienes me relaciono, una forma más cercana que el mero saludo de mano o beso en la mejilla. Por eso, desde ahora, procuraré dejar de hacerlo antes de ganarme otra bofetada de cualquier intolerante.

Estaba ella, bonita mujer y diferente de la primera protagonista, delante de mí. Luego de estar con ella hablando un rato quise llamarla para decirle algo, pero en apenas la tercer cortita palmada en su hombro izquierdo sacó su puño abierto y girando su cuerpo acertó un manotazo en mi brazo derecho con todas sus fuerzas, arriba del codo, en la parte posterior, justó allí donde los gorditos se sumen para disimular su presencia.

Mi extremidad se contrajo hacia mi pecho en un reflejo instintivo de defensa propia. Pensé que la golpiza continuaría porque, además de la velocidad del trancazo, sentí la rabia con que lo hacía, la adrenalina que reverberaba de disgusto por mis mimos con un merecido guantazo.

La piel de mis abullonaditos y sensibles tríceps ardía de dolor. Quemaba de dolor. La cosa no era sólo física y tampoco estaba relacionada con el vano orgullo de ser hombre. La razón era emocional: me cimbró el corazón al recibirla de mi secreta amada (tan secreta, que ni ella misma lo sabe y yo a veces lo sospecho), en un arranque de ira por algo que para mí era sólo una caricia juguetona, un pretexto por tocar su cuerpo.

Ahora, al verla, mi brazo se escalofría hasta llegar a mi pecho, y es entonces cuando tarareo el verso de Silvio Rodríguez para desenraizar la semilla que con el golpe y por ósmosis ella sembró en mí: la del temor de enamorarme una vez más. “La cobardía es asunto de los hombres, no de los amantes”.

¿Será masoquistamente correcto el amoroso refrán? Ojalá…