Ahora mismo Michu vive sola en la casa de una vecina nuestra en Pasto, Luchita. Luchita puso en venta dicha vivienda en diciembre, pero en la mudanza Michu se escabulló en los fríos techos de las otras casas para permanecer radicada en su primer hogar.
Con la paciencia del tremendo remordimiento de consciencia que siente un propietario por no poder llevarse consigo a su mascota, Luchita la siguió visitando todos los días como penitencia para llevarle agua y comida. Temerosa de ser agarrada y trasladada a cualquier parte (inclusive, un pequeño hueco, pensará), Michu ha sacado a flote la parte más ermitaña de todo felino en la lucha por la vida: ya no se deja acariciar ni siquiera de su propia ama. Obviamente su instinto le advierte del peligro y su rencor se lo recuerda.
Y pasó lo que tenía que pasar. Luchita finalmente vendió su casa hace pocos días, y los nuevos dueños no están interesados en mantener a un gato, a pesar de la facilidad que ello representa. Su ama ya no puede entrar a la casa para expiar su culpa, y Michu ha ampliado el horizonte de sus limitados recursos a los de mi casa.
Mi mamá la ha visto un par de veces en nuestra terraza, y con ganas de darle una probada a los canarios de mi hermana; qué hambre tendrá. En la casa se le ha puesto leche y pan para atender su voraz apetito pero Wanda, la perra que tenemos, no está muy de acuerdo que digamos.
La opción que se nos ocurre es llevarla a vivir a nuestra finca, con otros gatos y en un ambiente que, de pronto, le sentará mejor que los techos de la ciudad. El problema está en atraparla. Ojalá haciéndolo, sufra un poco menos de lo que hasta ahora puede estarlo haciendo. Será una opción, nada más. ¿La mejor? Qué difícil situación.
Maullidos para ti, gatita. Feroz.
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