miércoles, 26 de noviembre de 2008

Regalo de cumpleaños

No fue un regalo convencional como un llavero, una camisa o un lapicero. Fue uno de esos que hay que aceptar a pesar del encarte que pueda representar, como una porcelana de payaso triste, una cría de cualquier mascota abandonada o una boleta preferencial para un parque de diversiones en la ciudad.

A mi amigo le dieron en su empresa pases dobles para entrar a River View Park, y como no tenía con quien ir, pues cruzó cuentas con mi pasado onomástico y me pidió que lo acompañara: desde las 9:00am y durante tres horas podríamos usar todas las atracciones mecánicas cuantas veces quisiéramos.

¡Cómo decirle que no!

Pero… ¿por qué dije que sí en ese momento? Supongo que mi yo-aventurero quiso quitarse de encima tantas plumas de gallina con que lo había cubierto de tremendas emociones por tantos años.

Cuando reaccioné para tomar la decisión “paratrasuda”, el operario del Super Shot acababa de ajustar el cinturón de seguridad. Ya no había nada que hacer. Mi sangre corría más rápido que la velocidad con que subía los 26 metros del aparato y desde los cuales, no me dejarían caer libremente, sino que me impulsarían a hacerlo para frenarme justo antes de volver al suelo. La sensación de esos dos segundos, como máximo, es indescriptible.

Mientras hacíamos la fila del Fire Ball, mis manos no dejaban de temblarme. Leía en el cartel de prevención que este juego no era apto para personas con problemas cardiacos (¿de amor?), en la espalda o personas de la tercera (¿treinta?) edad. Mi coraje se sintió retado por esta lista chuleada en mi contra, y fue así como en una especie de vagón ferroviario comencé a girar dentro del círculo a toda velocidad para sentir un vacío impresionante en todo el cuerpo al subir y un desgarramiento muscular en mis cachetes al bajar.

Algo mareado, hice la fila para subir al Spider, un armatoste hidráulico que me pondría a girar disparatadamente a unos 20 metros de altura. Estando arriba, sudando de miedo y no del tremendo sol que hacía, me pregunté qué carajos estaba haciendo allí trepado. Mi intrépido cerebro no quiso responder.

De pequeño, acompañaba a mi hermano a la ciudad de hierro o la rueda, y era suficiente novedad para mí verlo encaramado en esos aparatos mientras yo, manzana acaramelada en mano, lo veía disfrutar. Hace poco estuvo en Estados Unidos y se subió a una de esas montañas rusas que muestran en los especiales de Súper Máquinas o Mega Construcciones de Discovery Channel o NatGeo. ¡Cómo iba a perder esa oportunidad!

Pues yo, aquí, gratis, tampoco. Mi adrenalina ya se había rebosado para cuando me subí al Music Express, unos vagones que onduladamente demostraban de lo que es capaz la fuerza centrífuga. Ya girando, mis manos se resbalaban de ese liso tubo metálico y al terminar mi brazo estaba tensionado de toda la fuerza que gasté innecesariamente al tratar de contradecirla. Ahí recordé que a veces es mejor dejarse llevar sin luchar por lo inevitable…

Para descansar un poco, cada uno tomó un carro chocón. Aprovechando el caos, alguien me pegó por el costado y el libre giro del volante me golpeó la muñeca, pero el dolor no me impidió agarrarme otra vez del Spider.

Y al Super Shot tres veces seguidas más. Es extraño: pensé que entre más veces lo hacía iba a disminuir un poco el susto. Pero no. Aumentaba. Era como si el Ángel de la Guarda tomara consciencia del peligro y quisiera renunciar por tener un cliente tan testarudo. Curioso eso.

A los demás juegos no fuimos por la cantidad de gente que había en sus filas; nos quedamos con la gana de la montaña rusa y las cataratas. Al Huracan no me quise subir: sólo de verlo girar me daban ganas de vomitar, justo lo que le pasó a mi amigo cuando se bajó.

Son las 2:41am y no he podido dormir a pesar del cansancio de mis músculos por tanta fuerza generada. Mis sentidos todavía están alterados y mi corazón sigue acelerado. Cierro mis ojos y siento el vértigo en mi estómago, mientras escucho de nuevo el “¡¡¡Aaaaaaaaaaaaaeeeeeeeiiiiiiijjjjuuuuuuueeeeeeehhhhhhh…!!!” con que tantas veces agradecí mi regalo de cumpleaños.

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miércoles, 19 de noviembre de 2008

Lo uno o lo otro

Blanco o negro


Adentro o afuera


Con sal o sin sal


Luz o sombra


Correcto o incorrecto


Recto o torcido


Cara o sello


Toca decidir.

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jueves, 13 de noviembre de 2008

Propuesta innovadora para la celebración de fechas especiales

Si llevamos la cuenta para celebrar cualquier acontecimiento personal, social, familiar, empresarial y hasta nacional, ¿por qué no lo hacemos anticipadamente?

Todo tipo de medida marca sus unidades mayores a partir de las pequeñas unidades que la componen. En el caso de la distancia y sin considerar la escala microscópica, tenemos que avanzar primero un milímetro. Con 10 de ellos alcanzamos un centímetro y con 100 más de éstos llegamos al metro. Si continuamos recorriendo 1000 metros llegaremos al kilómetro y podríamos tomar las unidades de medida exponenciales para continuar la progresión lineal.

Sólo se suma cuando se ha consumado todo. Con el tiempo ocurre lo mismo: milisegundos, segundos, minutos, horas, días, semanas, meses, años, décadas… en fin. Tenemos que esperar tanto tiempo para chulearlo en el calendario.

Y es sólo en ese momento que aplaudimos un año de habernos graduado, siete de vivir en la misma ciudad, 13 de permanencia en la empresa, 25 de matrimonio y así cualquier evento por el resto del tiempo que podamos seguir haciéndolo.

Según esto, ¿por qué celebramos “tardíamente” tan importante fecha? En el caso del cumpleaños es palpable esta situación: si cumplimos 30 años lo que tenemos que festejar no es el haber llegado a esa edad, sino alegrarnos por comenzar a vivir el nuevo año de nuestra vida.

¿Qué gracia tiene emocionarnos por lo que ya pasó, y más todavía cuando es tanto tiempo? El gozo debe estar en agradecer la oportunidad de seguir contando los milisegundos, segundos, minutos, horas, días y meses que marcarán otro año más de vida no sólo como escala de medida, sino como la gracia de seguir haciéndolo.

La celebración de cumpleaños no debe tener la connotación de despedida, como cuando quemamos el muñeco de año viejo, sino de bienvenida, como lo sería si bendijéramos el primer año de un bebé al momento de su nacimiento. Eso es más agradable que lamentarnos por la cantidad que llevamos a cuestas.


Con esta propuesta motivadora, no resta sino decirme a mí mismo: ¡Enhorabuena! ¡Qué disfrutes los 31 años!


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miércoles, 5 de noviembre de 2008

El termipán

¿Qué se puede comprar para comer cuando uno viaja lejos o cerca que sea rico, económico, fresco, rendidor y “llenador”; que sea liviano, fácil de llevar, práctico para guardar, bueno para compartir, que combine con todo y que le guste a todos; que no huela feo, no se riegue, no manche, no haga ruido y no sobre al llegar a nuestro destino?

Un terminal sin ventas de pan sería el colmo.


Pero tengo una duda sobre los fines de su omnipresencia entre los buses de transporte intermunicipal, y tendría que ver con algo de historia y cultura: en primera instancia ¿son para el consumo del viajero en el trayecto o sirven como regalo para las personas del lugar a donde se dirigen?

A favor de ambas, responderíamos los indecisos, pero creo que desde la antropología y la sociología su existencia sería justificada por la atención del andarín para con quien lo recibe en su casa.

Es costumbre, buena costumbre, llevar algún obsequio al lugar que se visita en señal de agradecimiento, y a través del tiempo esta cortesía se ha mantenido. Las ofrendas han sido la carta de bienvenida de todo rey, peregrino, trotamundos, emigrante, turista o excursionista.

Claro, depende del presupuesto del viaje, es cierto, pero por eso mismo el pan en todas sus presentaciones y derivados se convierte en el regalo más útil, en todo el sentido de la palabra, para estas situaciones.


Y bueno, otra cosa es que nos agarre el hambre viajando y ¡ÑAMHHH!

Adiós tradición…

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