Pasó bastante tiempo antes de querer enmarcar mi diploma luego de graduarme como profesional. Al igual que ahora, en esa época no tenía pared alguna donde colgarlo, pero era justo sacarlo del tubo de cartón antes de que sus dobleces se marcaran aún más.
Me gustó un sencillo marco de madera en la ventana de una marquetería y tipografía. Entré y pregunté cuánto costaba. “¿Para qué lo quiere?”, refunfuñó el viejo vendedor con una mirada desconfiada. “Pues para enmarcar un diploma…”, dije con la obviedad que requiere la necedad.
“¡Ah…! Usted quiere el marco del diploma ¿no es así?”. Ahora era yo el que tenía la duda… Me mostró otras molduras con distintos certificados, pero eran demasiado suntuosas. Con la excusa de verlo sobrepuesto en el de madera y de paso quitarme la inquietud creada, le dije: “No tengo el diploma… aquí, digo…”. Con la serenidad de la complicidad respondió: “Tranquilo… ¿De qué lo quiere?”.
Sólo necesitaba mi nombre. Él se encargaría de averiguar los demás datos que un diploma de cualquier carrera y universidad lleva. Aunque ya lo sea, es cierto que no tengo cara de Ingeniero Industrial pero igual le pedí este título. “Claro, se lo hacemos. ¿De qué fecha?”. Asombrado, le dije que luego regresaría porque me estaban exigiendo un tiempo mínimo de experiencia laboral y necesitaba confirmarlo. “Y como descuento, ¡le regalo la enmarcada!” agregó al despedirnos.
Salí especulando qué profesión quería, literalmente, tener. Cualquier ‘cartón’: un diploma enmarcado así lo acreditaría. Me convertiría en el protagonista de Atrápame si puedes, donde Frank Abagnale Jr. se luce con falsos papeles y con lo aprendido en películas clásicas de abogados y médicos. Yo creí que eran cosas del cine. Quién se va a poner en esas, pensaba.
Pues bien, un profesor que me dio clases en mi carrera lo hizo. No creo que haya ido por un título al local que encontré, pero tampoco es necesario hacerlo: basta con presumirlo. Me enteré hace poco en la oficina de información, cuando averiguaba sobre unos cursos y él entregaba la documentación de su inscripción a la Maestría en Ingeniería. Revisando sus papeles la secretaria se extrañó de que la fuera a cursar, pues en su hoja de vida la mencionaba como terminada. Con un tímido tartamudeo dijo: “Usted sabe… Cuestiones de trabajo…”. Tal vez no la haya culminado, algo frecuente en estos exigentes programas académicos, pero mucho cuento es “graduarse” de ellos descaradamente para obtener un empleo.
Cuando me preguntan sobre mi última entrevista de trabajo, les digo que estaban buscando alguien que supiera de tal tema, y que yo había dicho que de esas vainas no sabía (en teoría debería). Todos me dicen: “¡Mucha pelota! ¡Decí que sí sabés!”. He perdido muchísimas oportunidades por andar rodando de sincero por la vida, pero me cuesta detener mi propia inercia existencial. No habrá tamaño babero que limpie mi chorro de babas cuando realmente me enfrente al problema.
Un papel no garantiza que uno sea lo que dice y al mismo tiempo la tentación por aparentarlo es grande. Quienes cuidan su imagen (los vivos) dicen que es tan o más difícil que ser (los bobos). Como todo, posiblemente lo correcto sea equilibrar las capacidades con las potencialidades (los vi-bos) y ser consecuente de nuestros actos: ser y pare-ser. Por eso, más que una pared, busco validar la verdad de mi diploma en una franca posibilidad. Esto no me ha asegurado un salario estable, pero mi consciencia duerme tranquila sin vestir un hábito ajeno o ser un monje ateo.
“¿Que si tengo experiencia en transbordadores espaciales…? ¡Por supuesto! En vacaciones solía navegarlos ¡hasta en reversa!, y yo…”.
Definitivamente mi ‘cartón’ seguirá enrollado.
Me gustó un sencillo marco de madera en la ventana de una marquetería y tipografía. Entré y pregunté cuánto costaba. “¿Para qué lo quiere?”, refunfuñó el viejo vendedor con una mirada desconfiada. “Pues para enmarcar un diploma…”, dije con la obviedad que requiere la necedad.
“¡Ah…! Usted quiere el marco del diploma ¿no es así?”. Ahora era yo el que tenía la duda… Me mostró otras molduras con distintos certificados, pero eran demasiado suntuosas. Con la excusa de verlo sobrepuesto en el de madera y de paso quitarme la inquietud creada, le dije: “No tengo el diploma… aquí, digo…”. Con la serenidad de la complicidad respondió: “Tranquilo… ¿De qué lo quiere?”.
Sólo necesitaba mi nombre. Él se encargaría de averiguar los demás datos que un diploma de cualquier carrera y universidad lleva. Aunque ya lo sea, es cierto que no tengo cara de Ingeniero Industrial pero igual le pedí este título. “Claro, se lo hacemos. ¿De qué fecha?”. Asombrado, le dije que luego regresaría porque me estaban exigiendo un tiempo mínimo de experiencia laboral y necesitaba confirmarlo. “Y como descuento, ¡le regalo la enmarcada!” agregó al despedirnos.
Salí especulando qué profesión quería, literalmente, tener. Cualquier ‘cartón’: un diploma enmarcado así lo acreditaría. Me convertiría en el protagonista de Atrápame si puedes, donde Frank Abagnale Jr. se luce con falsos papeles y con lo aprendido en películas clásicas de abogados y médicos. Yo creí que eran cosas del cine. Quién se va a poner en esas, pensaba.
Pues bien, un profesor que me dio clases en mi carrera lo hizo. No creo que haya ido por un título al local que encontré, pero tampoco es necesario hacerlo: basta con presumirlo. Me enteré hace poco en la oficina de información, cuando averiguaba sobre unos cursos y él entregaba la documentación de su inscripción a la Maestría en Ingeniería. Revisando sus papeles la secretaria se extrañó de que la fuera a cursar, pues en su hoja de vida la mencionaba como terminada. Con un tímido tartamudeo dijo: “Usted sabe… Cuestiones de trabajo…”. Tal vez no la haya culminado, algo frecuente en estos exigentes programas académicos, pero mucho cuento es “graduarse” de ellos descaradamente para obtener un empleo.
Cuando me preguntan sobre mi última entrevista de trabajo, les digo que estaban buscando alguien que supiera de tal tema, y que yo había dicho que de esas vainas no sabía (en teoría debería). Todos me dicen: “¡Mucha pelota! ¡Decí que sí sabés!”. He perdido muchísimas oportunidades por andar rodando de sincero por la vida, pero me cuesta detener mi propia inercia existencial. No habrá tamaño babero que limpie mi chorro de babas cuando realmente me enfrente al problema.
Un papel no garantiza que uno sea lo que dice y al mismo tiempo la tentación por aparentarlo es grande. Quienes cuidan su imagen (los vivos) dicen que es tan o más difícil que ser (los bobos). Como todo, posiblemente lo correcto sea equilibrar las capacidades con las potencialidades (los vi-bos) y ser consecuente de nuestros actos: ser y pare-ser. Por eso, más que una pared, busco validar la verdad de mi diploma en una franca posibilidad. Esto no me ha asegurado un salario estable, pero mi consciencia duerme tranquila sin vestir un hábito ajeno o ser un monje ateo.
“¿Que si tengo experiencia en transbordadores espaciales…? ¡Por supuesto! En vacaciones solía navegarlos ¡hasta en reversa!, y yo…”.
Definitivamente mi ‘cartón’ seguirá enrollado.
2 comentarios:
Es que Darío lo entendiste al revés: el monje hace al hábito.
El axioma No.1 de la consultoría reza "Lo importante no es ser, sino aparentar (por lo menos mientras se hace tiempo para efectivamente poder ser)"... ;)
Es muy curioso cómo la gente suele preferir las certificaciones a realmente hacer una evaluación concienzuda de quien tiene al frente. La certificación de un tercero a veces nos suena más objetiva, cuando en realidad deberíamos ser nosotros los más indicados para determinar si congeniamos con quien tenemos en frente. Cosas de la revolución industrial.
Por otro lado, estoy de acuerdo con andres david. Uno debe mostrarse no como es, sino como quiere llegar a ser, trabajando en lo que hace eso que uno quiere llegar a ser, poniéndose en las situaciones que estaría lo que uno quiere llegar a ser... hasta que sin darte cuenta exactamente cuándo, lo seas.
De esta forma, el monje habrá convertido sus vestiduras de calle en el nuevo hábito de moda en el monasterio.
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