Keiko es un bonito experimento genético de callejeros pedigríes. Come, ladra, orina y caga como cualquier perro, y hasta hace un tiempo su blancuzco pelaje era su atractivo. Pero un día no fue su mamá, mi mamá, quien lo bañó, sino que uno de mis hermanos y un cuñado quisieron quitarle, además del mugre, las motas de sus patas. La tijera no les bastó y continuaron con una máquina eléctrica hasta dejarlo rosado como un cerdito.
Desde ese día sufre de bañofobia y ni siquiera con los cuidados maternales de su dueña olvida tal experiencia, donde ni con una pastilla tranquilizante pudieron vencer la adrenalínica fuerza con que se resistía a ser trasquilado. Ahora hay que recurrir a técnicas importadas de la inquisición para bañarlo cada tanto, y todos sus torturadores hemos resultado mordidos en los intentos de captura.
Cuando el olorímetro-perruno sobrepasa el límite máximo permitido, su ama comienza un rosario de súplicas por un voluntario que ose atajarlo, para que alguien más ponga en su hocico un bozal casero: un pedazo de media velada vieja. De ahí en adelante su lucha cesa y, resignado, respira con cada jarrada de agua que cae sobre él. Irónicamente la felicidad de Keiko de sentirse limpio sólo es comparable con la felicidad de mi mamá de verlo pulcro.
Un día lo llevaron a los servicios que adornan la maricada de un Poodle o la pedantería de una Labrador, pero ni un Pit bull o un Dóberman habían sido imposibles de lavar hasta Keiko. Los veterinarios fueron advertidos de no suministrar ningún calmante, cosa que cumplieron a cabalidad así como el devolverlo tal cual llegó: sucio. Ahora aparece reportado como un perro de alto riesgo en los centros de belleza de la zona.
Una nueva idea fue sugerida por un técnico de lavadoras. ¿Han visto enjuagar la zanahoria o la papa en el campo? Dentro de un costal éstas reciben fuertes sacudidas bajo un generoso chorro de agua, quitando así el exceso de tierra. Y para mejorar la propuesta, un familiar recordó cómo bañaban a los perros en su finca: ya en el costal, un mayordomo fortachón se encargaba de darle vueltas para luego vaciar un can mareado y dócil a una ducha.
¿Cómo supo Keiko que lo íbamos a bañar el sábado pasado? Un guiño de mi hermano fue la señal para el ritual, pero antes de que el primer dedo se moviera para alcanzar los utensilios necesarios (balde, jabón, toalla, “bozal”) el perro se atrincheró con gruñidos en su guarida. Al otro día finalmente fue emboscado y quedó limpio, mi mamá contenta y mi hermano mordido.

Todo amo dice de su mascota que “¡sólo le falta hablar!”. ¿Es psicótica esta afirmación? ¿Cómo es posible entender un lenguaje lleno de pelos, plumas o escamas? ¿Cuán paranoicos estamos como dueños al creer comunicarnos con nuestras mascotas? Como decía una propaganda de televisión: ¿por qué nuestros animales entienden lo que decimos y nosotros no entendemos lo que ellos nos dicen? ¿A qué nivel llega el lenguaje verbal, gestual o mental con que interactuamos con ellos? Todo, menos la voz, nos habla y escribe. ¿Miau…?