Desde mi finca, un par de ejemplos de la vida silvestre que rayan en la mera coincidencia del comportamiento humano.
Dignidad o disfunción
Una gallina ya no tiene plumas en la parte superior de su pescuezo. Hay varias cicatrices en su rosado pellejo y otras más con sangre seca todavía. Y a su de por sí desigual y pequeña cresta, le hacen falta unos cuantos pedazos. Camina sola y lejos del corral. En contra de cualquier favor feminista sus compañeras también la rechazan. Ese gallo grandote de patas emplumadas, de cresta roja y llamativa, de canto fuerte y puntual es el responsable de su desgracia, al picotearla agresivamente cuando hay oportunidad. El instante de dicha del gallo al pisarla es cuestión de segundos, así que es difícil distinguir si le pega porque ella no le acolita tal dicha o es por la naturaleza intensa del cortejo que a ella le fastidia. Dado que luego de la revolcada nadie del gallinero la acepta, supongo que es por la primera opción. La gallina seguirá huyendo en busca de un mejor ejemplar o momento tal vez; el muy truhán seguirá demostrando su poder sobre ella para conquistar a las demás; y ellas seguirán carareando en torno a la falta de modernidad o problemas sexuales de su ex amiga.
Prueba de amor
El calor de la marrana adecuado para servirla (“servirla”… interesante término, por cierto) es de tres días. En ese tiempo debe buscarse marrano para hacerle el favor (no sé a quién, entre otras cosas), o inseminarse artificialmente si el fulano no se encuentra cerca del corral, pues una visita conyugal es todo un acontecimiento. ¿Cómo saber cuándo es el momento óptimo para que el chancho no sea rechazado? La curiosidad campesina se unió a la sabiduría de la naturaleza para encontrar tal instante. “La marrana se inquieta…”, dice el mayordomo, “recorre el corral de un lado para otro gruñendo y moviendo las orejas constantemente hasta pararlas…” (hay que recordar que los cerdos tienen sus orejas grandes y caídas). Sin embargo estos indicios son ambiguos: puede tener hambre o estar espantando los moscos que la suelen rodear. Para definirlo realmente existe una prueba reina con la que no se perderá la logística del encuentro o la visita del veterinario. Alguien tiene que montarla (“pisarla”, diría el gallo abusador) casi al final del cuerpo, acariciando su lomo y presionando suavemente en lo que serían sus caderas. Al rato, “si la marrana quiere, pues se sienta y hay que ponerle el marrano”. De lo contrario, no se sienta ni por el berraco.
Dignidad o disfunción
Una gallina ya no tiene plumas en la parte superior de su pescuezo. Hay varias cicatrices en su rosado pellejo y otras más con sangre seca todavía. Y a su de por sí desigual y pequeña cresta, le hacen falta unos cuantos pedazos. Camina sola y lejos del corral. En contra de cualquier favor feminista sus compañeras también la rechazan. Ese gallo grandote de patas emplumadas, de cresta roja y llamativa, de canto fuerte y puntual es el responsable de su desgracia, al picotearla agresivamente cuando hay oportunidad. El instante de dicha del gallo al pisarla es cuestión de segundos, así que es difícil distinguir si le pega porque ella no le acolita tal dicha o es por la naturaleza intensa del cortejo que a ella le fastidia. Dado que luego de la revolcada nadie del gallinero la acepta, supongo que es por la primera opción. La gallina seguirá huyendo en busca de un mejor ejemplar o momento tal vez; el muy truhán seguirá demostrando su poder sobre ella para conquistar a las demás; y ellas seguirán carareando en torno a la falta de modernidad o problemas sexuales de su ex amiga.
Prueba de amor
El calor de la marrana adecuado para servirla (“servirla”… interesante término, por cierto) es de tres días. En ese tiempo debe buscarse marrano para hacerle el favor (no sé a quién, entre otras cosas), o inseminarse artificialmente si el fulano no se encuentra cerca del corral, pues una visita conyugal es todo un acontecimiento. ¿Cómo saber cuándo es el momento óptimo para que el chancho no sea rechazado? La curiosidad campesina se unió a la sabiduría de la naturaleza para encontrar tal instante. “La marrana se inquieta…”, dice el mayordomo, “recorre el corral de un lado para otro gruñendo y moviendo las orejas constantemente hasta pararlas…” (hay que recordar que los cerdos tienen sus orejas grandes y caídas). Sin embargo estos indicios son ambiguos: puede tener hambre o estar espantando los moscos que la suelen rodear. Para definirlo realmente existe una prueba reina con la que no se perderá la logística del encuentro o la visita del veterinario. Alguien tiene que montarla (“pisarla”, diría el gallo abusador) casi al final del cuerpo, acariciando su lomo y presionando suavemente en lo que serían sus caderas. Al rato, “si la marrana quiere, pues se sienta y hay que ponerle el marrano”. De lo contrario, no se sienta ni por el berraco.
3 comentarios:
Es una historia entre Babe, El cerdito valiente y el Doctor Dolittle, con marrano a bordo y toda la cosa. Muy bueno. Me pregunto ¿porqué no has escrito nada sobre el apareamiento de los gatos?
Hay otro apareamiento bastante interesante, el de los pavos. Que además de cruel, podría unirse a tus modelos de coincidencias. En caso de que no los hayas visto, estoy en disposición de describirtelos.
Este sí que es un comportamiento similar al de algunos humanos... o ¿serán los humanos quienes se parecen a los pavos??,
Definitivamente la naturaleza es sabia. Los complicados somos los humanos que hacemos lo que sea por disimular las señales o simularlas (según sea el caso) para atraer algún levante.
A ver si observando a los amigos del corral podemos aprender algo... ;)
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