“Más valía ser un tonto de capirote con sus dos lámparas que un sabio privado del milagro de los amaneceres, de las floraciones, de los horizontes de invierno y de la belleza de las rocas, y sobre todo de la sonrisa de las muchachas y de las noches de estrellas que nos permiten percibir la norma kantiana que anida en el corazón humano”.
– Eduardo Escobar, al reflexionar sobre su operación de cataratas, en SoHo –
Hace unos días viajaba yo sentado en una de las ventanillas de la parte delantera derecha de un bus de una empresa cualquiera, y un señor levantó su mano esperando la detención del transporte en la calle. Se acercó lentamente a la puerta y le preguntó al chofer si era la ruta siete pero de la competencia, recibiendo como respuesta un “¡Qué no ve que este es un ABCDEFG!” y arrancó con la rabia puesta en el acelerador.
Pude ver que en sus cuencas había un par de ojos borrosos cubiertos por unos párpados casi cerrados: efectivamente el señor era un ciego. Y claro, no le podía preguntar a su bastón metálico si el siete que apenas distinguía era o no de la empresa de buses que necesitaba. Me sorprendió que no pidiera el favor a alguien para que le ayudara con la ruta, y luego pensé en que seguramente no lo hizo por evitarse la broma de algún desgraciado.
Ayer, sentado en una de las ventanillas de la parte posterior derecha de un bus, grande, viejo y lleno hasta el segundo piso, vi cómo otro señor se apresuraba a encontrar la puerta de salida pero a cuatro filas de asientos de distancia de hacerlo. Desde la mitad del bus, el señor tanteaba con una mano la parte lateral del techo buscando el timbre, arrimándose con generosidad a los pasajeros de dos filas de asientos más adelantes que la mía. La señorita que quedaba al lado del corredor exclamó un enérgico “¡Oiga!” y el señor continuó avanzando mudo ante el reclamo.
Hizo lo mismo en la fila delante de mí e intentó seguir con mucho afán por entre las piernas de los tipos que estaban allí sentados. Obviamente uno de ellos lo empujó y la pelotera casi se arma, pues se fue encima del resto de gente que estaba de pie en el pasillo. Cuando los codazos de los asardinados pasajeros lo enderezaron, levantó su bastón de gruesa madera y con él comenzó a buscar ahora el dichoso timbre.
Lo lanzó con fuerza tres veces: la primera delante de mí, pegando justo en el borde de la ventana; la siguiente encima de mí, dándole al puro vidrio; y la última un poco más atrás, también a la ventana. Agaché mi cabeza y sólo mis despeinados cabellos parados sintieron el rejonazo que se estalló en el opaco cristal. La gente lo empezó a abuchear y en medio del escándalo el señor gritó “¡Déjenme bajar, que no veo!”, y sólo entonces los empujones cesaron y quienes pudieron se apretaron aún más para darle paso al señor hasta la puerta.
– Eduardo Escobar, al reflexionar sobre su operación de cataratas, en SoHo –
Hace unos días viajaba yo sentado en una de las ventanillas de la parte delantera derecha de un bus de una empresa cualquiera, y un señor levantó su mano esperando la detención del transporte en la calle. Se acercó lentamente a la puerta y le preguntó al chofer si era la ruta siete pero de la competencia, recibiendo como respuesta un “¡Qué no ve que este es un ABCDEFG!” y arrancó con la rabia puesta en el acelerador.
Pude ver que en sus cuencas había un par de ojos borrosos cubiertos por unos párpados casi cerrados: efectivamente el señor era un ciego. Y claro, no le podía preguntar a su bastón metálico si el siete que apenas distinguía era o no de la empresa de buses que necesitaba. Me sorprendió que no pidiera el favor a alguien para que le ayudara con la ruta, y luego pensé en que seguramente no lo hizo por evitarse la broma de algún desgraciado.
Ayer, sentado en una de las ventanillas de la parte posterior derecha de un bus, grande, viejo y lleno hasta el segundo piso, vi cómo otro señor se apresuraba a encontrar la puerta de salida pero a cuatro filas de asientos de distancia de hacerlo. Desde la mitad del bus, el señor tanteaba con una mano la parte lateral del techo buscando el timbre, arrimándose con generosidad a los pasajeros de dos filas de asientos más adelantes que la mía. La señorita que quedaba al lado del corredor exclamó un enérgico “¡Oiga!” y el señor continuó avanzando mudo ante el reclamo.
Hizo lo mismo en la fila delante de mí e intentó seguir con mucho afán por entre las piernas de los tipos que estaban allí sentados. Obviamente uno de ellos lo empujó y la pelotera casi se arma, pues se fue encima del resto de gente que estaba de pie en el pasillo. Cuando los codazos de los asardinados pasajeros lo enderezaron, levantó su bastón de gruesa madera y con él comenzó a buscar ahora el dichoso timbre.
Lo lanzó con fuerza tres veces: la primera delante de mí, pegando justo en el borde de la ventana; la siguiente encima de mí, dándole al puro vidrio; y la última un poco más atrás, también a la ventana. Agaché mi cabeza y sólo mis despeinados cabellos parados sintieron el rejonazo que se estalló en el opaco cristal. La gente lo empezó a abuchear y en medio del escándalo el señor gritó “¡Déjenme bajar, que no veo!”, y sólo entonces los empujones cesaron y quienes pudieron se apretaron aún más para darle paso al señor hasta la puerta.
¿Por qué estaba solo? ¿Cómo supo dónde se iba a bajar? ¿Por qué no le pidió ayuda al chofer o alguno de los pasajeros para que le ayudara con anticipación a bajarse? ¿Cómo hizo para subirse? ¿Cómo haría ahora para orientarse a donde iba, si al parecer el bus lo dejó muchísimo más lejos de su parada? ¿Por qué no tenía puestas unas gafas oscuras que evidenciaran su condición? ¿Por qué nadie vio que sus ojos pequeñitos estaban a oscuras?
Qué ciegos somos.
Qué ciegos somos.
5 comentarios:
Como para darles con el mismo palo del cieguito a los que le gritaban cosa. Increíble, ¿todo en menos de un mes?
No poder ver vs. no querer ver vs. no saber ver. He ahí el problema.
... Peores ciegos los que contemplamos todo lo que pasa, entendemos... y no hacemos nada!...
... Peores ciegos los que contemplamos todo lo que pasa, entendemos... y no hacemos nada!...
Esta entrada me recordó un episodio de CSI donde Grissom explicó un caso en que a un hombre lo mataron entre varias personas dentro de un avión, creyendo que se estaban defendiendo de una amenaza y el tipo se comportaba como lo hizo por estar enfermo. Los desvalídos están para enseñar si queremos aprender.
Publicar un comentario