miércoles, 28 de marzo de 2007

¿Sí señor?

No sé si será una definición de administración empresarial o una expresión común entre la población norteamericana. Los empleados o las personas absolutamente sumisas responden a cualquier petición de una autoridad superior diciendo: “Yes, sir”. Así, a este tipo de personas se les conoce como “yes-sir man”.

En la milicia es normal: un soldado que cumpla las órdenes impuestas por jerarquía independientemente de sus consecuencias. De ahí se valen para justificar sus acciones cuando algo resulta mal: cumplían con lo cometido por sus (entre ellos se habla de “mi sargento, mi capitán…”) superiores de mayor rango. “¡Sir, yes sir!”.

¿Se imaginan este mismo comportamiento en el mundo laboral? En un primer caso no creo que el jefe, por más autoridad que posea, asuma las consecuencias fatales de su equipo de trabajo. Por su cargo se exime del problema echando la culpa (ya no trasladando la responsabilidad) a todos los que participaron en el proyecto. Porque nosotros, como empleados, no tendríamos vergüenza (ni personal ni profesional) para responder tranquilamente “yo estaba cumpliendo las órdenes de mi jefecito… despídanlo a él… no a mí”.

Un segundo caso, más triste y grave todavía, es el de un empleado que no cuestiona nada de lo que está haciendo. Una obediencia debida, un sacramentum fidelitatis, un “yes, Master” de Darth Vader ante Tarkin, que en vez de facilitar los procesos de trabajo puede complicarlos al hacer algo porque sí, porque toca, porque se lo piden. En estos casos no hay malicia indígena, sentido común o razonamiento alguno que aporte al desarrollo de cualquier proceso. No se trata de respeto o nobleza, se trata de ingenuidad.

Ser “desobedientes” nos permite conocer más de nosotros, de los demás y de lo que estamos aclarando. A muchos esto no les conviene: su poder tambalea cuando alguien pregunta por qué o para qué, y su imagen se opaca si no hay respuesta cuando una pregunta desnuda su humildad. Un jefe como Wateson, director del periódico donde trabaja Peter Parker, no tolera que se cuestione su cargo y acumulará su molestia hasta cuando tenga oportunidad de deshacerse de tremenda piedra en el zapato.

Esos empleados yes-sir serían el personal de trabajo para la empresa de un ex jefe mío, que no permitía pregunta alguna porque consideraba que si se les daba la oportunidad de pensar a sus empleados, la embarraban. Por eso se limitaba a dar instrucciones claras con la seguridad de recibir únicamente un “sí, señor” como respuesta. Un día pregunté “¿por qué?” (como si hubiera dicho “no señor”) y el resto de la historia es fácil de imaginar.

miércoles, 21 de marzo de 2007

Desde arriba

En la pasada clase de Gestión Tecnológica, conocimos a un empresario de Buga que produce su propio modelo patentado de fuselajes de avionetas comerciales. En su charla mencionó una expresión bastante llamativa: “al volar estamos por debajo únicamente de Dios, pero por encima de muchísimos hachepés”.

Hace dos años volé en parapente 30 temerosos y asombrosos minutos. Luego de aterrizar y con las manos aún temblando por la excitación de hacerlo, escribí estas líneas que hablan de mi afortunada experiencia:

¿Qué hubiera perdido? ¿Ganado?
La oportunidad de saberlo.
Y ahora que la aproveché, no lo sé.
Aposté sin saber a qué y la vida me invita a seguir jugando.

Efectivamente uno se siente grande y pequeño a la vez, agradecido de volver a tierra pero inquieto por regresar al aire. Humilde y pedante posición que uno vive momentáneamente a causa de la velocidad y la relatividad desde las alturas. Por algo ha sido y será desde siempre el sueño de la humanidad.

De vez en cuando Mora salta a la ventana para alimentar su hambriento instinto de curiosidad. Cuando lo hace, me abstengo de acercármele para evitar cualquier movimiento involuntario hacia el vacío. Y cuando se baja, me tranquilizo al verla arrunchada en la alfombra o en cualquier otro lado del apartamento que represente menos riesgo que el de una delgada (y a veces mojada) cornisa.

Y es ahora cuando mi curiosidad comienza a bostezar. ¿Por qué allí? ¿Por qué no allí? Es interesante preguntárselo (no a ella, por supuesto) para descartar posibilidades sobre su proceder: cuando está o no prendido; cuando está o no tibio después de funcionar; cuando hay alguien o no en la habitación; cuando nos dice que es hora o no de comer; cuando es de noche o de día; cuando hace frío o calor; cuando está lamiéndose o durmiendo. ¿Pero por qué encima del televisor?

Una respuesta más consistente surgió cuando veía-mos (con su cola peluda en la mitad de la pantalla) la historia de un guepardo en el África: los árboles eran su lugar de descanso. Recordando otros programas similares, las imágenes de cualquier felino siempre lo han mostrado trepado en algún tronco. Es más, es una escena recurrente en cualquier historia donde haya gatos de por medio. ¿Dónde estaba, acaso, el gato de Cheshire cuando se le apareció a Alicia?



No es una avioneta o un parapente. Es un televisor. Ella se siente poderosa viendo desde arriba lo que somos acá abajo. Es parte del exclusivo misterio gatuno. ¿O dónde se acuesta su perro cuando usted ve televisión? ¡Merecido lo tiene por perro!

miércoles, 14 de marzo de 2007

Croac

En el primer semestre marqué el rumbo de mis relaciones académicas-sociales ante el resto de compañeros hasta el final de mi carrera. En una exposición individual cuestioné airadamente el comportamiento de todo el grupo, reclamando por su atención y su respeto en clase. Mi demanda fue demasiado efectiva, tanto que los siguientes semestres continué como comencé: solo.

Esa palabra, “solo”, evolucionó por selección natural hasta convertirse en un mejor referente de mi conducta: ‘sapo’. Había que adaptarse a las condiciones cambiantes y exigentes de ese medio universitario, logrando así una mutación algo verdosa con la firme intención del camuflaje. Y lo hice.

No hubo clase en la que no preguntara, respondiera o participara con algún aporte al tema en discusión para el interés de los presentes. También reía y molestaba con mis pocos buenos amigos, porque creo que la radiación no me alcanzó para evolucionar en un ñoñus mamertus. Parecía, pero no lo era, pues de lo contrario ¿cómo hubiera podido perder materias o cabecear de sueño en casi todas las clases? Y con El Clavo mi naturaleza se condicionó a expresar libremente una posición alternativa frente al entorno. Yo era (o soy) un buen sapo.

Así pasó el tiempo y me gradué. Creí que mutaría nuevamente en el medio laboral (¡de pronto a lagarto!) pero no fue así. En la oficina que estaba seguí saltando, croando –digo– criticando objetivamente todo proceso que necesitara mejorar. Pero a las demás especies no les conviene eso, que un sapo cuestione lo que hacen perezosas marmotas, miedosas ratas, viejos dinosaurios, infinitos parásitos, dudosos camaleones, solapados perros, sagradas vacas, bulliciosas cacatúas, prestas zorras, negligentes pavos reales o chismosos buitres. Por eso aún busco un buen charco.

En estos días unos adolescentes (enormes, de esos criados con concentrado) de mi conjunto se estaban metiendo por el balcón al apartamento de una muchacha (tentadora, de esas nacidas maquilladas a la moda) donde no había nadie esa noche. Pasé justo en ese momento y di aviso al vigilante, pues hacía poco unos ladrones habían entrado al edificio. Éste los sorprendió in fraganti y me llamó para que atestiguara y poder multar así a sus padres por infringir el reglamento residencial. ¡Ah, vaina! ¡Tenía que hacerme ir-responsable de tal acusación…! ¡Ante semejantes gorilones…!

Es aquí cuando uno se cuestiona su papel en esta sociedad: entre tantos enemigos naturales, ¿vale la pena ser un sapo… vivo o muerto?

Mientras contestan, ¿sabían que ‘sapo’ es la voz prerromana de origen onomatopéyico por el ruido que hace este anfibio al caer en un charco o en tierra mojada?

Me voy…

[SAP…]

miércoles, 7 de marzo de 2007

Guerra Fría

Arduo amor ni ganado ni perdido
batalla sin derrota y sin victoria
”.
– Meira del Mar –

-“¿Me escuchas?”, gritaba él. El Muro le respondía de por medio con su eco.
-“¡Sí, te escucho, pero no te entiendo muy bien!”, le respondía ella aguzando sus sentidos entre tanto bullicio del otro lado.

Su comunicación era permanente. Desde hacía tiempo atrás, creía escucharla cuando el viento le arrastraba su voz, y a partir de eso le respondía creando un diálogo nunca fidedigno. Hablaban de todo en sus tácitos encuentros solitarios.

-“¡He pensado mucho en ti!” Luego de unos segundos esperando su respuesta, él volvía a decirle a su amada antes de despedirse: “¡No dejo de pensarte!” No sabía si ella lo escuchaba, no podía verla, nadie le confirmaba si aún estaba allí presente.

Estaban limitados por la fortificación de tamaño hormigón. Se había construido como medida preventiva para evitar sus propias tentaciones. Cuando se conocieron no había nada que los separara, pero lentamente se fue erigiendo piedra-de-duda tras piedra-de-duda, y la rutina del tiempo se encargó de sedimentar a la amistad en sólido concreto.


-“¡Te quiero!”, le declaró un día con todas las fuerzas de su voz.
-“¡Yo también! Siempre será así… Pero nada más”, le respondió ella con seguridad.
-“¿Siempre será así?”, le preguntó él. “¿Por qué? ¡Yo quiero amarte! ¡Estar contigo!
-“¿Por qué me lo dices apenas ahora? Yo, acá, ya tengo novio… ¿Creí gritártelo una noche? En verdad, lo siento mucho…”.
-“Pensé que era un mal rumor del viento…”, sollozó golpeando tremenda estructura.

Entonces él derrumbó el muro de 4m de altura y 47Km de largo que los separaban, pero era tarde. Ella no tuvo necesidad de construir base alguna para estar con otra persona. La caída del Muro acabó con su romántica Guerra Fría, en la que ninguno de los dos fue capaz de hacer algo por ganarla o por perderla contundentemente. Ambos eran libres ahora, sin nada que los aislara, pero también eran presos del sentimiento por no haber hecho algo inicialmente por superar su cobardía de no arriesgar su férreo aprecio por un suave amor.

Algún día, quizás… Aunque ya para qué…