miércoles, 10 de abril de 2013

Accidentes caseros

Porque le puede pasar a usted…

A sus noventa y pico de años mi abuelita Rosa teje por/con gusto carpetas, manteles y caminos de mesa para regalarlos a quien su generoso cariño lo considere justo hacerlo. En el silencio de una tarde tranquila se abstrae del mundo a través del mantra meditativo de su agradable pasatiempo, y entrelaza con sus manos el interminable ovillo amoroso de su corazón. El hilo blanco que prefiere en sus modelos es el más delicado y la agujeta metálica que usa también es la más delgada, para que al templarlo lo suficiente aparezca en sus puntadas la elegancia y belleza de su arte. Resultó que un rebelde punto de costura, una de esas vuelticas que construye su obra, se escapó del hilo opresor y la agujeta siguió de largo hacia la yema de su dedo pulgar con la fuerza necesaria para atravesar su arrugada y suave piel. Con la calma que sólo dan los años, llamó a mi tía Alicia para que le ayudara con ese impase, pero se paralizó inmediatamente al ver esa impactante imagen y otro familiar retiró la improvisada lanza de tajo. Apenas su cicatriz sanó, ató con revancha ese escurridizo punto para continuar tejiendo hasta ahora los hilos de su historia y de ésta también.


Y estaba yo, en los 90, conquistando un mundo de Mario Bross cuando sonó el teléfono (el fijo, aquel que tiende a desaparecer). No pensaba contestarlo: mi última vida estaba en ese juego de Nintendo. Aunque el timbre gritaba por atención, me hice el sordo hasta cuando el lejano “¡Conteesteeee!” de mi mamá me hizo el milagro de escucharlo. Congelé la pantalla con pause y me levanté rápidamente de la alfombra, poniendo mi mano derecha en el apoyabrazos del sofá negro y llegando de un brinco a la mesita para contestarlo. Cuando fui a coger el auricular algo me estorbó: una aguja de costura, enhebrada con hilo negro, estaba incrustada por el revés en la palma de mi mano. Impresionado al verme como un erizo y alentado por el “¡¿Poor quué noooo coonteestaaaa?!” de mi mamá, la halé sin dudarlo de su punta. Mi otra mano le dio una mano a mi otra mano y adoloridamente pude decir “¿Aló?”… ya habían colgado. En realidad mi vida había estado en juego y lo sigue estando sin pause, gracias a Dios, hasta mi próximo mundo.

¿Y de cuando me clavé mi navaja suiza en mi abullonado abdomen al tirarme encima de las sábanas sin arreglar? Otra historia que me enseñó a siempre tender mi cama.

… tenga cuidado.

1 comentario:

Lúthien dijo...

Bueno...yo nunca llegué a pincharme con la agujas de coser de mi tía, pero eso sí...en complicidad con un primo jugaba de lo lindo a los espadachines con unas reglas larguísimas que tenía.

Si se diera cuenta haría cara de: "a pero mira, ¿si ves?, ahora es cuando uno se da cuenta de las travesuras que hacían estos..." jaja