“Porque el libro de la infancia marca tu identidad como ninguna lectura en la vida”.
-Lo cita Andrea Moreno en su Messenger-
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Pelotillehue. Una cena en El Pollo Farsante. Un trago en el Bar El Tufo. Una fórmula médica de la Farmacia La Píldora Falluta. Un baño con Jabón Sussio. Las noticias de El Hocicón, un diario pobre pero honrado. Un café en El Insomnio. Y un refresco Tome Pin y Haga Pum.
Antes de dormir me subía a la gigante cama a leer o a escuchar, da igual, las historias de nuestro personaje favorito: mi papá bajo las cobijas y yo encima de ellas, pasando las hojas con la tibia luz de la lámpara de noche. Supongo que me quedaba dormido y mi mamá luego me pasaba a mi cama.

La emoción estaba en abrir la nueva revista justo en la mitad, donde se encontraba Panamericana, una caricatura de un solo cuadro que ocupaba las dos páginas centrales. Eran increíbles las historias que en la carretera se contaban sin necesidad de diálogo alguno; una fotografía simple, divertida.
También me gustaban las ediciones De Lujo o De Oro de Condorito, donde se contaban nuevos o viejos chistes. Era lo de menos: lo importante era leerlos de nuevo. Con él, claro. No importaba que en noches pasadas ya lo hubiéramos hecho. No había necesidad de que mediara carcajada alguna, lo que interesaba era la compañía, el momento, el cariño.
No recuerdo si con él, mi papá o Condorito, aprendí a leer. Ambas cosas supongo. De lo que sí estoy seguro es que mi gusto por las letras nació allí. Pepo, su autor, era impecable en la ortografía y los signos de puntuación. Era obvio (y siempre lo será) que las mayúsculas se tildan, por ejemplo.
Y la observación: qué buena enseñanza de mi papá. Saber L.E.E.R una imagen, apreciar los detalles que en ella se encuentran, disfrutarlos, analizarlos. Allí estaba la historia no contada, la mitad del arte hecho dibujo de adorno, de paisaje, de contexto. Supe que los cocodrilos están a la vuelta de la esquina, que los sonámbulos caminan por los techos, y que el balón de fútbol está por fuera del afiche del jugador.

Humor agradable, inteligente, amistoso y social. Por muchos años guardé todas esas revistas, hasta que luego me las botaron… Hace poco compré un Condorito Clásico, y cada página era un recuerdo vívido, presente, real diría, de esos bonitos instantes. Increíble.
Cabellos de Ángel. Garganta de Lata. Yuyito. Don Cuasimodo. Comegato. Don Chuma. Ungenio González. Doña Tremebunda. Fonola. Chacalito. Chuleta. Che Copete. Coné. Washington. El Padre Venancio. Matías. Pepe Cortisona. Genito. Don Máximo Tacaño. Titicaco. Mandíbula. Tomate. Yayita. Huevoduro… Y Condorito, un pajarraco con sandalias, tres plumas en la cola, un parche en su rodilla izquierda, un pantalón negro arremangado, una camiseta roja, un collar de blanco plumaje y una vistosa cresta.
Antes de dormir me subía a la gigante cama a leer o a escuchar, da igual, las historias de nuestro personaje favorito: mi papá bajo las cobijas y yo encima de ellas, pasando las hojas con la tibia luz de la lámpara de noche. Supongo que me quedaba dormido y mi mamá luego me pasaba a mi cama.

La emoción estaba en abrir la nueva revista justo en la mitad, donde se encontraba Panamericana, una caricatura de un solo cuadro que ocupaba las dos páginas centrales. Eran increíbles las historias que en la carretera se contaban sin necesidad de diálogo alguno; una fotografía simple, divertida.
También me gustaban las ediciones De Lujo o De Oro de Condorito, donde se contaban nuevos o viejos chistes. Era lo de menos: lo importante era leerlos de nuevo. Con él, claro. No importaba que en noches pasadas ya lo hubiéramos hecho. No había necesidad de que mediara carcajada alguna, lo que interesaba era la compañía, el momento, el cariño.
No recuerdo si con él, mi papá o Condorito, aprendí a leer. Ambas cosas supongo. De lo que sí estoy seguro es que mi gusto por las letras nació allí. Pepo, su autor, era impecable en la ortografía y los signos de puntuación. Era obvio (y siempre lo será) que las mayúsculas se tildan, por ejemplo.
Y la observación: qué buena enseñanza de mi papá. Saber L.E.E.R una imagen, apreciar los detalles que en ella se encuentran, disfrutarlos, analizarlos. Allí estaba la historia no contada, la mitad del arte hecho dibujo de adorno, de paisaje, de contexto. Supe que los cocodrilos están a la vuelta de la esquina, que los sonámbulos caminan por los techos, y que el balón de fútbol está por fuera del afiche del jugador.

Humor agradable, inteligente, amistoso y social. Por muchos años guardé todas esas revistas, hasta que luego me las botaron… Hace poco compré un Condorito Clásico, y cada página era un recuerdo vívido, presente, real diría, de esos bonitos instantes. Increíble.
Cabellos de Ángel. Garganta de Lata. Yuyito. Don Cuasimodo. Comegato. Don Chuma. Ungenio González. Doña Tremebunda. Fonola. Chacalito. Chuleta. Che Copete. Coné. Washington. El Padre Venancio. Matías. Pepe Cortisona. Genito. Don Máximo Tacaño. Titicaco. Mandíbula. Tomate. Yayita. Huevoduro… Y Condorito, un pajarraco con sandalias, tres plumas en la cola, un parche en su rodilla izquierda, un pantalón negro arremangado, una camiseta roja, un collar de blanco plumaje y una vistosa cresta.

Cuando vaya a Chile será visita obligada ir a la estatua que en honor a Condorito existe. Esta foto me la envió mi amigo Adapar. Desde allí recordaré los buenos momentos que compartí con mi papá antes de morir, cuando yo apenas tenía siete años. Tal vez ese día las lágrimas sean tan gratas como las que me escurren al escribir este artículo.
No “¡Plop!”.