“Dulce
licor, suave tormento”.
Homero J. Simpson
Me dicen que almuerzo lentejas porque voy más
despacio que los demás: desde atrapar las ideas en el aire hasta entender los
chistes de amigos o las ironías de enemigos.
Esta característica me servía cuando tomaba en
el colegio: mientras a los compañeros ya se les movía el piso, yo apenas
comenzaba a sentirme alegrón. “¡Sos un duro para el trago!”, me decían.
Mi cuerpo, como mi cerebro, también procesaba lento lo que le llegaba.
Luego de un largo día de trabajo y en soledad,
destapé una botella para calmar con pañitos de vino tinto una depre que se
venía venir. Con una lágrima en cada copa, trasladé a mi hígado casi todo el
licor, y vencido por el cansancio físico antes que por el alcohol, me quedé
dormido. Al otro día y con la pereza de una madrugada lluviosa me fui a
trabajar con un café en el estómago como cualquier otro día.
A media mañana las paredes empezaron a bailar y
las baldosas a flotar. Las letras se desteñían y las órdenes de mi jefe
cantaban música de despecho. Casi que le digo al testarudo portero que lo
quería mucho, y me quedé con las ganas de echarle los perros a la señora del
aseo. “¡La tengo viva, hijueputa!”,
quería gritarle al mundo, pero por fortuna mis lentas neuronas le quitaron
velocidad a mi alcoholizado impulso.
¿De dónde sacaba un caldito a esas horas? Ni
modo: tenía clientes por atender y sólo yo, Barney Gómez, podía hacerlo. Lo
único bueno de tal juerga era que no tenía tufo y podía laborar a pesar de mis
tumbos por los pasillos. Tomaba tinto, pero mi cuerpo quería otra copita más de
vino tinto.
El almuerzo aterrizó mis sentidos: la rumba
nunca iniciada ya había terminado. A media tarde mi cuerpo sintió los efectos
del veneno más delicioso y antiguo de la humanidad: dolor de cabeza, sensibilidad
auditiva, pesadez en brazos y ganas de vomitar bamboleantes. Ese miércoles en
la noche quería dormir como un domingo en la mañana. Llegué a la casa y con la
última copa que sobraba hice la promesa de todo enguayabado: “¡Esta es la última vez!”.
De algo me ha servido ser lento: prolongar los
placeres bacanales de mente, cuerpo y alma como debe ser, en tranquila observación y aceptación, antes de que se nos acabe la vida por ir tan rápido negando-nos lo
que vivimos.
2 comentarios:
Me quedó una pequeña sensación de guayabo... buena descripción en la comparación de darle tinto al cuero y lo que se quiere es realmente más vino tinto.
:)
Guayabo un miércoles, señor esa depre venía con toda...¿al final le dio flojera a la depresión compartir con un borracho??
Saludo grandote
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