miércoles, 20 de marzo de 2013

El guayabo cojea pero llega

Dulce licor, suave tormento”.
Homero J. Simpson

Me dicen que almuerzo lentejas porque voy más despacio que los demás: desde atrapar las ideas en el aire hasta entender los chistes de amigos o las ironías de enemigos.

Esta característica me servía cuando tomaba en el colegio: mientras a los compañeros ya se les movía el piso, yo apenas comenzaba a sentirme alegrón. “¡Sos un duro para el trago!”, me decían. Mi cuerpo, como mi cerebro, también procesaba lento lo que le llegaba.

Luego de un largo día de trabajo y en soledad, destapé una botella para calmar con pañitos de vino tinto una depre que se venía venir. Con una lágrima en cada copa, trasladé a mi hígado casi todo el licor, y vencido por el cansancio físico antes que por el alcohol, me quedé dormido. Al otro día y con la pereza de una madrugada lluviosa me fui a trabajar con un café en el estómago como cualquier otro día.

A media mañana las paredes empezaron a bailar y las baldosas a flotar. Las letras se desteñían y las órdenes de mi jefe cantaban música de despecho. Casi que le digo al testarudo portero que lo quería mucho, y me quedé con las ganas de echarle los perros a la señora del aseo. “¡La tengo viva, hijueputa!”, quería gritarle al mundo, pero por fortuna mis lentas neuronas le quitaron velocidad a mi alcoholizado impulso.

¿De dónde sacaba un caldito a esas horas? Ni modo: tenía clientes por atender y sólo yo, Barney Gómez, podía hacerlo. Lo único bueno de tal juerga era que no tenía tufo y podía laborar a pesar de mis tumbos por los pasillos. Tomaba tinto, pero mi cuerpo quería otra copita más de vino tinto.

El almuerzo aterrizó mis sentidos: la rumba nunca iniciada ya había terminado. A media tarde mi cuerpo sintió los efectos del veneno más delicioso y antiguo de la humanidad: dolor de cabeza, sensibilidad auditiva, pesadez en brazos y ganas de vomitar bamboleantes. Ese miércoles en la noche quería dormir como un domingo en la mañana. Llegué a la casa y con la última copa que sobraba hice la promesa de todo enguayabado: “¡Esta es la última vez!”.

De algo me ha servido ser lento: prolongar los placeres bacanales de mente, cuerpo y alma como debe ser, en  tranquila observación y aceptación, antes de que se nos acabe la vida por ir tan rápido negando-nos lo que vivimos.

2 comentarios:

Ángela dijo...

Me quedó una pequeña sensación de guayabo... buena descripción en la comparación de darle tinto al cuero y lo que se quiere es realmente más vino tinto.
:)

La ReiNa Roja dijo...

Guayabo un miércoles, señor esa depre venía con toda...¿al final le dio flojera a la depresión compartir con un borracho??

Saludo grandote