miércoles, 29 de octubre de 2008

La cacería continúa

El final de los relatos es el inicio de una nueva historia: sólo es cuestión de imaginación.

Había una vez un adolescente que recibió el título de Bachiller Académico. Fin.

Había otra vez un joven que culminó su carrera de Ingeniería Industrial. Fin.

Habrá una vez más un profesional que se graduará como Especialista en Gestión de la Innovación Tecnológica el próximo sábado 1 de noviembre de 2008 a las 9:00am en la Universidad del Valle. Fin.

A todos los personajes de este último cuento, profesores, secretarias, amigos y familiares, gracias. Pero muy especialmente a mis compañeros de estudio: sin su buen humor y su paciencia para conmigo en cada clase, cada página habría sido aburrida y sin sentido alguno. Ha valido la pena no quedarse callado para reflexionar, soñar y reír.

Supongo que porque no me he casado, no he comido las perdices que se prometen en los cuentos. Al final del primero, salí a conocerlas e identifiqué varias de ellas en un ambiente plagado de opciones. Con el segundo, salí a buscarlas y difícilmente encontré otras cosas que también me han servido para seguir adelante. Con este tercer relato, cuánto me gustaría poder escogerlas con la tranquilidad de hacerlo gustosamente.

Lo mejor es que las cosas se acaban y uno puede volver a comenzar bien de cero o bien sobre algunas aparentes certezas. Ojalá y siempre fuera de cero para crear nuevas tramas en los textos que parecieran nunca acabar (y anhelo que así sea).

Los libros tienen una hoja blanca luego del final, creo, para que el lector invente su propia continuación. Ahora comienzo a escribir nuevamente la mía, porque como autor de mi vida nadie más, aparte de Dios con sus estrellas supongo, podría hacerlo por mí mismo.

¿Cuál será la próxima narración? Cuestión de imaginación.


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Los siguientes son algunos de los escritos estimulados bajo algunos conceptos o situaciones de la academia:

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miércoles, 22 de octubre de 2008

Calamaro

"Yo soy un loco... que se dio cuenta... que el tiempo es muy poco...".

Este artista improvisa tanto en las canciones, como en las palabras al público, como en su baile.

En las canciones los ajustes son suficientes para que los asistentes se dejen llevar por la inercia de su memoria. En las palabras al público, los que lo aplaudimos y le hacemos coro recibimos sus saludos y sus bromas con lo que le pasa mientras canta, como los errores en la proyección de sus videos en las pantallas gigantes por parte de sus asistentes.

Bueno, eso no es mayor cosa: cualquier cantante lo puede hacer, aunque no tan bien…


Pero es curioso verlo moverse en el escenario, y tal vez también fuera de él: se mueve lento. Creo que Calamaro camina torpe por sus botas de cuero negras casi hasta la rodilla, de suela gruesa y seguramente con punta de acero, pesadas, estorbosas, que lo hacen mejorar su buen promedio de altura. Cualquiera caminaría despacio, con cuidado de su próximo paso. Entendible.

Pero su “baile”, su intento por hacerlo, es lo que me llamó más la atención de su espectáculo en vivo. Hace lo que se le ocurre con su cintura, pero como se le ocurre, como le salga: sin mayor gracia, ritmo, oportunidad o estilo. Todo él se mueve, completo, como con un corsé en todo su cuerpo. Camina otro poco y vuelve a intentarlo, y vuelve y se ve raro: como quien no sabe, como a quien le duele hacerlo, como a quien no le importa.

Y ahí está su secreto: le vale huevo arrastrar su barriga sin pena alguna, con orgullo propio. Andrés es corpulento, “repuestico”, “trozudo” y su abdomen se talla en la camiseta negra que luce en sus conciertos, con saco blazer de igual color que sus gafas. No necesita swing o agilidad o coreografías grupales para adornar su voz y las letras de sus canciones. Su físico no cuenta para nada al lado de su indudable talento. Con razón escribió Sexy y barrigón, canción que sirve de música de fondo de El Clavo En Radio (107.5 FM en Cali, domingos, 11:00am).

Las mujeres, con o sin hipocresía, le gritaban de emoción cuando con su guitarra o el micrófono se bamboleaba bruscamente para cualquier lado. Y ni hablar de cuando se tiraba en la tarima a imitar una escena de cama, moviendo su cadera y sus manos imitando su mejor faena.

Con tal ejemplo, me queda claro que le seguiré haciendo el quite a ir al gimnasio o desayunar con abdominales. Si a él se le ve bien, a mí también. Dos de una: o sexy o barrigón.

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miércoles, 15 de octubre de 2008

Efecto bufet

La comida dispuesta de esta forma en una mesa de hotel o un salón de eventos alerta al instinto del intestino por sobrevivir: ¡la presa está servida! Sale a flote el gen carroñero con que seguro también contamos. Ya no es el más fuerte el que tiene las de ganar, sino el que esté de primero en la fila de invitados. Igual, el último también recibirá, o mejor, se servirá su buena porción, b u e n í s i m a ración.

En un desayuno en que estuve este fin de semana, los jugos de varios colores, los cereales de diferentes sabores, los panes y sus similares, los huevos con todo lo que se les quisiera poner y la cantidad de frutas que quisiera probar, se aterraron ante una familia completa que arrasó con gran parte de ellos. Estoy seguro de que ese día no almorzaron ni cenaron; y si lo hicieron, ¡mis respetos!

A la señora, ya no le alcanzaba ni un pedazo más de jamón en los huevos revueltos y sin embargo logró apelmazar y retener el arroz thai con todas sus verduras. El señor eligió el calentado con fríjoles y a sus huevos les puso un arrume de maíz tierno y otro de champiñones. La adolescente parecía a dieta, así que mercó un pocotón de todas las frutas ofrecidas, y los tres buñuelos que cogió los atrancaba con los trozos de queso blanco que había más adelante. El niño se emocionó con los cereales así que se sirvió un poco de este, de ese, de aquél, del otro, del mismo, del de allá y del de acá, para cubrir cada uno de los dos platos con yogurt y con leche caliente. Tomaron chocolate, jugos, tinto y café con leche, que repitieron para bajar la llenura de la otra ronda de empanadas, arepas, bollos de yuca y plátanos maduros con que remataron la asonada alimenticia.

Yo también comí, no tanto, pero comí de todo un poco; eso sí, se me fue la mano con los kiwis.

Pensaba que tales oportunidades son la consumación del refrán que habla de la papaya servida. En ellas, hay que saciar un reflejo natural más fuerte que el hambre: ¡la venganza, el desquite, el descuento! Lo que vale una noche en un hotel de cinco estrellas o el costo del regalo y el vestido de la fiesta, ¡hay que compensarlo!

La vergüenza es lo único que nos detiene a dejar de llenar el plato. Aunque algunos, ya nos la comimos, y no estaba muy buena que digamos. Habrá que reclamarle al chef.
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miércoles, 8 de octubre de 2008

Me la metieron

La sentía cómo iba avanzando por dentro, rápido, negra y dura.

¡Hasta el fondo!

Desde el principio me dolió, me retorcí del dolor pero ya no había tutía.

¡Tenaz!

Ya no había para dónde más, y comenzó a darle vueltas a esa cosa.

¡Horrible!

Luego de un rato, la sacó de una, sin importarle ni un poquito mi sufrimiento.

¡Ayayay!

El diagnóstico general de la gastroscopia que me tomaron no es garante alguno para descartar algo más que una gastritis crónica, así que tomaron biopsias para llevarlas al laboratorio. Unas pinzas, igualitas a las del Doctor Octavius en El Hombre Araña 2 o a las de los centinelas de la trilogía de Matrix, arrancaron pedacitos de mis entrañas como cuando uno hala la fruta de un naranjal: se estira, se niega hasta que no puede más y su rama cede, devolviéndose y sacudiéndose del dolor.

Finos hilos de sangre corrieron hacia el píloro cual si fuera un drenaje de tina de baño. Una pavorosa escena que la estaba viendo en vivo y en directo en el monitor a color del endoscopio. Conocí literalmente mi interior y me impresioné: una cosa es ver los especiales de Discovery Channel, y otra cosa es ser el paciente que está presenciando su propio procedimiento. Quise que fuera así, sin anestesia general, para ver cómo era eso, para probar, para aprender, pero no era lo que yo esperaba.


El médico musitó un saludo a través del tapabocas e hizo su trabajo rápidamente sin decir una sola palabra sobre la intervención o sobre mi estado. Las tres enfermeras asistentes tampoco dijeron nada. Antes de entrar a la sala escuché lo que cuchicheaban: “el doctor sigue bravo…”. Y claro, me imagino que yo y los demás pacientes de la tarde pagamos los platos rotos con tal mal trato.

Las lágrimas se me escaparon cuando acabó tal martirio. No sólo eran de dolor, sino de estremecimiento: me sentía irrespetado por dentro y por fuera. En esos casos el poquito de anestesia en la garganta no amortigua los nervios y la ansiedad de ningún paciente. La medicina debe ser humana antes que técnica, y más todavía si uno es consciente de lo que le están haciendo en el cuerpo.

Me entregaron en un frasco mis propios trocitos para que los llevara al laboratorio, y por supuesto un escalofrío, que estoy seguro que mis cachitos de vísceras también sintieron, remató la tanda de sensaciones y emociones indeseables del día.

Si una endoscopia es así de horrible, ¡cómo será el parto de un bebé! A las mujeres, mi más fervorosa admiración.



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miércoles, 1 de octubre de 2008

La embolada

Jesús se llama. Con cabello largo también, como pintan a su Tocayo.

Está asociado con otros lustradores y con los maleteros del aeropuerto de Pasto para que así lo(s) dejen trabajar tranquilamente, aunque no reciba un sueldo mínimo fijo por ello. Su lucro es lo del día, de donde paga sus prestaciones sociales y cuotas de salud.

Su uniforme, entre otros, es patrocinado por una empresa privada, así que por ropa no se preocupa. Sus zapatos, por supuesto, relucientes.

Los clientes no le faltan, en especial cuando cierran la pista por mal tiempo, cosa que ocurre con una conveniente frecuencia. También cuenta con clientela fija, viajeros habituales que lo buscan a él por encima de sus colegas.

Recuerda a Jaime Garzón con cariño, porque representaba muy bien a su gremio con su personaje de Heriberto De La Calle. Coincidencialmente él tiene algo torcido sus dientes superiores y se nota cuando sonríe.

De 8 a 12 pares de zapatos diarios es un buen promedio para su bolsillo, a $2.500 cada uno, y la cosa mejora cuando las mujeres embolan sus elegantes botas de cuero, cuyo precio depende de la altura de las mismas.


Los materiales los paga él, y le duran según lo sucio de los zapatos que lustre durante la semana. Los trapitos son recortes de tela barata y los cepillos, viejitos, todavía no los da de baja.

Al comienzo y aún sin experiencia, manchó varias veces medias con betún; luego de 10 años en el oficio ya casi no ocurre. Pero cuando le ha vuelto a pasar, algunos de los reclamos sí que han sido airados por parte de encopetados ejecutivos.


Luego de limpiarlos con agua, ponerle betún neutro, utilizar un cepillo pequeño, rociarle un líquido brillador y pasarle un trapito amarillo, Jesús disimuladamente lame otro trapito blanco y comienza a frotarlo rápidamente en la parte superior de cada zapato, para después pasarle otro cepillo más viejo que el primero.

Los zapatos toman un color más destacado del que tenía originalmente. El resultado, a pesar del inesperado “¡Puaj!”, impecable.

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